Tuesday, December 8, 2009

Soplo


Soplo de vida. Clarice Lispector no merecía que yo utilizara su frase (venida del portugués) para un anuncio de una limpiadora facial pero son cosas que ocurren. No dije que la limpiadora fuera un soplo de vida literalmente (jamás habría sido capaz de semejante acto). Escribí ‘soplo de energía’. Los clientes requerían que se hablara de un cierto vigor que la espuma provocaría en el rostro de sus usuarias cada mañana.

Estaba muy satisfecha, para qué negarlo. Se vendería la espuma, decreté, y seguí con mis asuntos. Hasta que me topé con el anuncio en una revista.

Una sabe que los textos sufren cambios en su periplo por las manos de decenas de expertos en espumas. Así debe ser. Me parece bien que los ejecutivos armen su mundo, su lenguaje e iconografía. Así nadie se engaña, se advierte de inmediato: “Es publicidad. Alguien desea vender algo”.

Pero esto fue distinto. Vi mi anuncio; y la bella palabra que es ‘soplo’ no figuraba en lugar alguno. ‘Soplo’. Más tensa y frontal e incitadora no existe otra. (Bueno, una se pone dramática a veces). ‘Soplo’. Algún experto en espumas la había sustituido por ‘Splash’. “Un splash de energía”, prometía.

¿No existe una evidente superioridad en el término autóctono? ¿No es obvia la naturaleza ordinaria de ese splash onomatopéyico? ¿Soy demasiado conservadora al insistir en el valor de nuestro idioma? ¿Sigue siendo el español nuestro idioma? ¿Realmente podríamos expresarnos en alguna otra lengua?

Si hay tanta gente que quiere meter el inglés así porque sí; si les parece que les impregna un cierto glamour; algún trasuntito cinematográfico. Si optan por la vagancia de no explotar el vocabulario propio, así de inmenso y versátil, ¿debe una entonces seguir con la encrucijada del español, con la paranoia política y cultural, con esta cierta nostalgia? ¿Se ha convertido esto ya en eso, en pura melancolía? ¿Dónde fue a tener esa idea de que la lengua es una ideología, y cada palabra una idea por concebir?

Imaginaré mis palabras ultramarinas. “Su pan repartido”, otra de Lispector que me mata. ¿Cómo podría decirlo con más caché? “Her spread bread”. Qué bello. ¿Ve? Ya mismo cedo ante la modita esta.

Monday, November 16, 2009

Ricos finos


Sonará insólita la noticia. Un grupo de alemanes de clase alta protestaba recientemente tirando billetes de mentira al aire. Exigían que el Gobierno imponga un tributo a la riqueza. Según los más de 44 ricos que firmaron una petición, ellos no necesitan tanto dinero y si el Estado cobrara un impuesto de 5% a la clase alta, se podría aliviar la crisis financiera que, según expresaron, está provocando un aumento en el desempleo, la pobreza y la desigualdad social.

“El camino para salir de la crisis debe pavimentarse con una inversión masiva en ecología, educación y justicia social”, manifestaron.

No es que sean demasiado excéntricos: tan solo están conscientes de que la estabilidad de la prosperidad privada depende de la estabilidad colectiva. Y que ninguna sociedad puede triunfar si existen en ella desigualdades atroces.

En Puerto Rico ni siquiera tenemos un discurso de equidad. Aún muchos de quienes protestan por los despidos lo hacen más por solidaridad y compasión que por combatir la desigualdad. Amparados en el eclecticismo inaudito del milagrismo católico y el American dream, la mentalidad es que hay que resignarse a que una gente tiene más suerte que otra (such is life). Tenemos lo que merecemos -pensamos- y realmente no nos indigna demasiado que el Gobierno quiera enmendar la crisis empeorando la estabilidad social, sobreprotegiendo a los ricos y provocando más desigualdad y dependencia. Nuestra indignación más bien nace del ‘ay bendito’, de esa compasión que todavía sentimos por el más indefenso.

Hay responsabilidades que nos tocan a todos. El fundamento de nuestra indignación es una de ellas. Ser solidarios no es suficiente. Hay que desear realmente una vida distinta.

Lo ha dicho James Wolfensohn (hablando de ricos), ex presidente del Banco Mundial y una voz importante del capitalismo socializado: “La pobreza en un lugar es pobreza en todos lados porque este único mundo en que vivimos es tan interdependiente, que la pobreza en otro continente puede significar la muerte de los que viven en países desarrollados,  tal y como sucedió el 11 de septiembre. Si no creamos una mejor distribución de la riqueza, no habrá paz".

 

 

Friday, October 16, 2009

Tigrecito



No es propiamente el acto de insultar lo que me atribula; ni siquiera el tono tan infantilón del altisonante Marcos Rodríguez-Ema: (“¡Terroristas! ¡Bu!”). Se trata más bien del trasuntito tan ordinario en el improperio seleccionado por este señor. 


Insultar tiene su arte. Elegir la palabra exacta, la más hiriente, la de más ridícula connotación conlleva una gustosa perversidad. Si un funcionario va a insultar a alguien en público, lo menos que una espera como ciudadana es que lo haga con inteligencia. Si tal cosa fuera muy cuesta arriba (como sería el caso del Secretario de la Gobernación), una por lo menos esperaría agudeza, chispa, creatividad. Pero qué va. Este Gobierno, tras que es burdo, mediocre y corrupto, es para colmo más soso que un huevo sin sal.


Discúlpenme la nostalgia, pero me pregunto a dónde han ido a tener los insultos más sublimes.


“Terroristas”. Qué zanganería, por Dios. La palabrita, tan elemental y absurda, no podría estar más “passé”. Y con tanto terrorismo que hemos visto ya en el mundo, quién puede tomarse en serio el desvarío del Secretario.


Sueño con el momento en que Rodríguez-Ema se consiga un escritor de guiones con bagaje y suspicacia. Que lea sobre Oscar Wilde, Winston Churchill, Luis de Góngora, quienes crearon insultos fascinantes. (“Tiene todas las virtudes que aborrezco y ninguno de los vicios que admiro”, dijo Churchill). Búsquelos, los grandes insultos de la historia aparecen en Internet.


Pero volviendo a este señor, Rodríguez-Ema. Cuando una piensa en alguien que va a insultar a un grupo de camioneros, se imagina a una persona que -ya sea con el fronte o con la inteligencia- puede superar la robusta naturaleza de este gremio.


La bravuconería de Rodríguez-Ema, sin embargo, me parece levemente forzada, como afectada; de una pusilanimidad algo sutil, pero no menos sugerente y manifiesta.


Me recuerda algo que dijo una vez Mao Tse Tung sobre el imperio estadounidense. “Es un tigre” -dijo- y a mí Rodríguez-Ema me parece exactamente lo mismo, un tigrecito.


Pero -tal y como dijo el líder chino- es “un tigre de papel”.


Saturday, October 3, 2009

A propósito de unos huevos


Un huevo. Nada más orgánico o fundamental. La vida comienza en uno. Vida sin huevo no es vida.

Así que voy al supermercado de siempre buscando esa cosa tan simple: huevos del País.

No los veo. “Tenemos americanos”, me dice un empleado sin pudor alguno. Mi mirada no deja lugar a dudas. “Creo que los del País están muy caros”, dice como si eso lo arreglara. Este muchacho saca lo peor de mí. Sólo le falta asegurar que son “órdenes de arriba”.

-¿Caro, un huevo?- me pregunto en una especie de soliloquio. Pero es que dígame usted, lector, ¿cuán caro puede ser un huevo del País? Dígame si no es cierto que, como consumidora, tengo derecho a escoger. ¿Y si yo quiero pagarlo caro, qué pasa? ¿No puede el supermercado comprarlo caro para que yo lo compre más caro?

El orgullo de un nacionalista es inquebrantable, y sólo por eso ejecuto mi acto de abandonar la canasta y salir con las manos vacías. Camino de una cierta forma, con una actitud, que yo sé que llama la atención. Porque no quiero formar un pleito (por cualquier cosita dan a una por loca) pero quiero que el Gerente se entere de que no pienso comprar un solo huevo gringo. Por eso salgo así, casi segura de que el Gerente va a venir, vamos a discutir este asunto de tú a tú y yo sé que, al final, él se va a disculpar y me va a asegurar que mañana habrán huevos del País.

Llego a mi guagua. He desplegado mi mejor acto de indignación, y -para qué negarlo- a nadie le ha importado un huevo. No veo al Gerente corriendo donde mí y, aunque me duela, tendré que reconciliarme con la idea de que tampoco está llamando a los avicultores de Cidra para renegociar con ellos.

Mi acto, breve y veloz, sólo produjo un cambio súbito de menú que mi familia -ajena a mi gran épica- ni siquiera percibe.

De noche, bajo las sábanas, pienso qué se puede decir de un país que, sobrándole gallinas, no les vende huevos a sus ciudadanos. De veras que me saca.

M también llora


Entrevistaba a la propia Barbie en ocasión de sus 50 años y el Día Internacional de la Mujer.

“Pues fíjate”, me dijo, “hasta las feministas de este país han jugado conmigo”.

No quiso mencionar nombres pero me contó la historia de esta  mujer que pasa por muy ‘progre’. “Llamémosla M”, dijo.

Barbie nunca fue el juego favorito de M, no porque la muñeca fuera demasiado rubia, imposiblemente flaca o por esa sonrisita exasperante. El problema residía en que la hermana mayor de M utilizaba su jerarquía para imponer el guión del juego.

Con gran sicología, la hermana empezaba preguntándole a M a qué se dedicaría su Barbie. “Será doctora”, le contestaba la niña. “Ok”, aprobaba ella, entusiasmando a la pequeña. Después de concederle la gran profesión, la casa, el guardarropa y el Ken (¿qué más se podía pedir?), la hermana mayor soltaba su plan macabro: “Está bien, tú serás la doctora y yo la secretaria. Pero entonces Ken se enamora de mí”.

Así fue que la hermana de M le adjudicó el rol de esposa  medio mojigata que sufría las infidelidades de Ken mientras ella, la mayor, era la amante medio tonta pero súper sensual que manejaba el famoso convertible rosado.

Un día, la pequeña M se hartó del papel de víctima, recogió sus muñecas y renunció al juego, abandonando a la hermana con sus fantasías novelescas.

A solas con sus Barbies, empezó a experimentar cortándoles el pelo. Cuando ya estaban casi calvas, al no encontrar qué más hacer, descubrió un nuevo entretenimiento que le sirvió como terapia infantil durante años: verlas caer en el pavimento al tirarlas desde el séptimo piso donde vivía.

“Todavía, con toda su insolencia, recomienda este jueguito a las hijas de sus amigas ”, me confesó Barbie, con un resentimiento como estancado en la voz, en la mirada.

Creí prudente terminar la entrevista y salí al ascensor. Piso 7, qué coincidencia, pensé. Apenas entré, sentí una mano que, con violencia, me haló por el moño. Al ver entre sus dedos la enorme tijera, recordé el encendedor que llevaba en el bolsillo.

Lo demás es historia. Felices 50, Barbie.

Pollo frito


Swiss Cream.

El rey del arroz frito y pollo

La salvación tras un tapón brutal. Pero siempre tienes que detenerte a buscar la mejor opción. Inclinas la cabeza hacia el menú para hacerte la lela mirándolo pero en verdad para que no te acosen con la ofensiva de rigor: “Bienvenida al Rey del arroz frito, dígame su orden”.

Mientras te haces la que nunca has visto un menú de chino comivete, miras por las puertas de cristal hacia afuera con el rabo del ojo. En el parking, una nena flaquita, trigueñita y de pelo bien negro y lacio, con timidez y la mano en la boca, se niega a algo al pie de un Nova azul eléctrico. Pero la cajera no se apiada de ti y lanza su ofensiva: “Bienvenidos a Swiss cream…”, así que vuelves a mirar al frente. La presión se impone y tomas una decisión precipitada que nada tiene que ver con lo que habías empezado a planificar que sería tu orden.

“$5.99”, te dice la chica mientras, en una señal de sutil impaciencia, golpea el counter con esas uñas larguísimas, increíbles, azulísimas y de esmerados diseñitos florales. Te preguntas cuál será su impaciencia. Al cabo que en este comivete chino no hay un alma.

La vocecita a tu lado te asalta.

-“¿En cuánto salen las diez presas con papas?”, pregunta la nena, la flaquita que se quejaba junto al Nova. Lo dice con la voz bien bajita.

-“8.99”.

Sale rápido, como disparada. Sin ordenar.

Ocho noventinueve. Pensaste que verías a la niña volver a entrar para asumir su posición frente a la caja; creíste que vendría a solicitar sus diez presas con papas por $8.99.

Pero no. La niña se montó en la parte de atrás del Nova, que pronto desapareció por la #172 pa’ arriba.

Nada


No se ve nada en el horizonte. Me lo reitera constantemente el panorama del tedio. Luego cambio la mirada como buscando hacia los lados y pienso que esta ceremonia ya no lo es. Ninguno de los seres humanos que asumen esta hilera interminable tiene garantía de nada. Todo lo que dicen por la radio es un espejismo y la invisibilidad del destino nos hace sospechar de todo. Este es el vacío, me digo, pero una fuerza centrífuga, inexplicable, me arrastra a subir el volumen.

De nuevo, no existen certezas, derechos de conocer nada, no existen justicias ni asuntos de última hora ni posibilidades ni sirenas ni contundencias. Nada. ("Como todo lo nada, buen nada, ni siquiera se asoma de repente en un breve destello"). En esa nada pienso, hacia ella me dirijo y de ella, precisamente, vengo huyendo. Como no hay explicaciones fuera de este lugar, todo parece ser redondo, merecido, afrontado. Te lo dicen por la radio ("Más caro que nada el petróleo") y tú te lo crees. No hay salida. Literalmente.

Dentro de todo, ocurren las cosas pero ya no son pequeñas ceremonias, como dije. Están penetradas por el tiempo, por la periodicidad, por el desaliento que antecede la resignación. Se hacen llamadas, se cuadran balances, se acoge la sobreinformación que, imperceptiblemente, se convierte en desinformación, en orden; y de ahí a la mentira no hay nada, una senda fina, apenas un rastro de tierra que se desintegra con el aire. 

No debe existir un escenario más estrambótico a tan tempranas horas, pienso, pero no estoy tan sosegada como aparenta esta oración. Lo que pasa es que hay algo que nos detiene, que nos hace esperar un día más antes de perder la paciencia y salir despavoridos, absolutamente libres e iracundos. (¿Supervivencia, desidia, un último hilo de esperanza?). Cuando una dice "voy a perder la cabeza" -zas-  no la pierde. Alzas la mirada y te preguntas varias cosas; miras a un lado, miras a otro, y encuentras un padre que conversa con su hijo, un anciano que canta por lo bajo sin mover casi los labios, otra mujer que se pinta la boca en un gran acto de fe. En ese instante te das cuenta de que, una vez más, has caído en la hoja en blanco de la redención.

Desarmada, vuelves la mirada hacia el panorama del tedio. No se ve nada en el horizonte. Pero sabes -no tienes dudas- que existe algo hacia adelante, “exclusivamente hacia delante”.

Ey, guaynabichas: "Mi patria es mi lengua"


Soy la dinosauria más solitaria de Facebook, siempre con esta perorata del español.

Hace apenas un año, una escuchaba a alguien hablando inglés y sabía que era algún guaynabito. Ellos se esfuerzan porque su inglés suene americano, suavecito, como si no les costara. La pronunciación se les queda como en la lengua, sin una dicción contundente, sin la boca demasiado abierta. Mientras más bajo hablen más cómodo y corridito pueden soltar sus oracioncitas.

Yo escuchaba a las guaynabitas con resignación. Las observaba en su rubia tontería y pensaba, desde lo más hondo de mi prejuicio: “Ésta vivió en Boston un par de años, jangeó con boricuas y latinoamericanos, se emborrachó cada viernes en español y ahora viene aquí a aparentar que es otra cosa lo que habla”.

Me aburrían muchísimo pero me daba igual, siempre y cuando se mantuvieran en su sitio, en aquel mundillo foráneo, tan debidamente demarcado.

Pero ahora, con este mundo aireado de las relaciones virtuales, no hay manera de limitar nada. Y hasta aquellos que fueron niños Montessori conmigo, los hijos ‘granola’ de los profesores, de los hippies, de los artistas más come candela del País, también se hablan en inglés por Facebook.

En lugar de socializar, me he vuelto policía de la lengua, confrontándolos con sus raíces más humildes.

Me ha ido mal, para qué negarlo. Me dicen de todo. Que no me meta, que ellos son “ciudadanos del mundo” (¡un poco más clichosos, por favor!); que todos los idiomas que los comuniquen son buenos (con tanto interés repentino en los idiomas, una pensaría que hablarían algo más que inglés y español…).

Eso sí, no me importa ser una dinosauria solitaria ni renunciaré a ello. Aún suceden cosas que me inspiran. Ayer, por ejemplo, cientos de personas se reunieron en el Instituto Cervantes de Pekín para escuchar al poeta argentino Juan Gelman, quien sí sabe lo que es tener que hablar en otros idiomas porque conoce el exilio desde que tuvo que huir de Argentina, donde la dictadura asesinó e hizo desaparecer a su hijo.

Cuando, allá en Pekín, le preguntaron cuál es su patria, Gelman no dudó en contestar: “Mi patria es mi lengua”. 

 

Languidecer


No sé si sea o no un ejercicio estéril pretender cambiar el concepto de belleza que va creando la humanidad. En ello inciden demasiadas referencias culturales. Lo que sí me hace alucinar es cómo esa dictadura del cuerpo que se impone sobre todo a las mujeres termina siendo una farsa.

Belleza, juventud y erotismo se han unido en el capitalismo como fórmula de la plenitud, imponiendo así un simulacro de seducción como modo de vida. Y sin embargo, el deseo parece ser otra cosa. Algo que está en otra parte.

Pienso, por ejemplo, en la última versión de erotismo con la que me topé anoche: Tendrá como 19 años, pero para mí es una niñita; una niñita cuyo aspecto me rayaba en lo cómico. No sé si sería el push up bra radical, insuficiente para contribuir a su causa. Acaso era el conjunto de todo: maquillaje, uñas larguísimas con flores de colores, escasez de ropa. Todo en ella era excesivo. Todo rompía con las reglas más básicas de la moda. Además, se ubicaba en la foto con la posición estándar de la bailarina de reggaetón. No es que estén bailando. Es que así posan. Se inclinan, levantan el nalgaje exageradamente y ponen cara de mujer fatal. Ok. Es la estética de una generación.

La veo en Facebook. Me mira como quien pretende provocar deseo. Y sin embargo, con todo y su pose, con todo y su empeño, esta niña me parece que está aburridísima. Quiere que alguien la desee, se esfuerza para ello como lo hacemos todas de tantas maneras. Pero, paradójicamente, ella no parece desear a nadie.

Mi niña es la metáfora perfecta de estos tiempos de erotismo mercantil. Y mientras más sobre expuestos están el cuerpo y el sexo, menos deseo parece haber entre la gente, a juzgar por los datos publicados tan a menudo en diarios como éste. Según indican, la actividad sexual se reduce sustancialmente en la vida moderna.

Si la revolución sexual marcó la liberación del cuerpo tras siglos de represión cristiana, en la actualidad occidental, el cuerpo no sólo se libera: se sobre consume. Para luego languidecer.

 

Tibia en Piñones


En este estado, sólo me preocupa que un dinosaurio traicionero se me pare detrás.

Que no me percate me aterroriza.

Que no se deje sentir, quedándose parado tranquilo;

que detenga su respiración mientras me contempla cada vez más de cerca.

Que su sombra, en pleno despiste,

me parezca una sombrilla natural,

es lo único que me quita el sueño aquí.

      

Tantos desvelos desacertados

para lograr pensar en nada un día,

en un instante.

Tantos años para

 -en la precisión de unos minutos libres-

enfrentar a la bestia desaclimatada

en el mundo blanco y sigiloso de la concentración,

de la impasibilidad,

de la indiferencia,

del sentimiento pos los sentimientos.

 

De pensarlo bien,

incluso podría desfilarme frente a la frente la lejana y mustia.

 

Pero aquí tirada en arena caliente,

goteando salitre en espuma y sintiendo

el anonimato;

el frío fresco del aire que sopla

sobre mi cuerpo caliente y mojado;

Aquí en la playa,

de día de fiesta,

sólo él me preocupa.

 

 

 

 

 

 

La plancha


Recuerdo a Sara María revisando con obsesión aquel ensayo sobre por qué debía estudiar Arqueología. Muerta de nervios, acechaba con preguntas a las maestras mientras esperaba las decisiones de las universidades.

Era especial, un modelo para las menores, que siempre la creíamos grande en todo el sentido de la palabra. A mí me gustaba verla quejarse con aquella violencia sobre las clases de Religión. "Aquí no enseñan nada", decía. "Tanto catolicismo y somos las más ignorantes del mundo en Religión porque sólo aprendemos a no creer en el aborto".

Era brillante y era radical. "Qué sé yo", contestaba cuando las otras muchachas le preguntaban cómo imaginaba su boda, su vestido. Las miraba con una cierta lástima y sentido del ridículo. Luego se paraba y se iba a jugar voleibol, a veces hasta nos dejaba jugar con ella.

A quince años de distancia, he desarrollado una especie de fobia a visitar el centro comercial a la hora de almuerzo. Allí siempre está Sara María, con unas uñas perfectas, tan perfectas que casi pasan inadvertidas en su transparencia. Sus rizos rubios, tan radicales, son ahora los mechones más lisos del mundo. Sara María va siempre al mando de un par de coches y asistida por una nana (como en las telenovelas). La he visto a lo lejos, inspeccionando cada artículo fino con la misma curiosidad con que antes inspeccionaba el mundo.

Algunos domingos son terribles. Abro el Magacín y ahí está Sara, siempre grácil y bella, siempre con algo de aquella fiereza en la mirada, siempre anunciada en la brevedad de un calce como la cómplice fiel de su marido el empresario, abogado, médico, qué más da.

Vuelvo a obcecarme con sus uñas casi transparentes, el borde pálido imponiéndose en el cuadro con una discreción casi inconcebible. La imagino sentada en el salón mientras le pasan la plancha, pasando los dedos por las páginas brillosas de una revista que le prometa algo nuevo, que le sugiera ideas, que le haga más dulce la espera.

Qué violenta la adultez, pienso. Y la vida, cómo será cargando siempre entre las manos esa copa infalible de champán francés.

 

 

Wednesday, February 25, 2009

Los retorcidos



Presumo que los matrimonios “de hecho” también entramos en el grupo de los “torcidos” (junto a los gays, los polígamos, los poliamantes, las lesbianas, los bisexuales y hasta los divorciados, por qué no). Así las cosas, lo de torcida lo recibo como un cumplido, no faltaba más. Prefiero asumir de entrada la imperfección que sugiere la torcedura a tener que cargar con el peso terrible de la ilusión de rectitud.

La pretensión (o jactancia) de vivir en línea recta es, en el mejor de los casos, una ilusión de las más ingenuas. Generalmente, cuando viene de un alma ya pasada por el crisol de la experiencia, no es más que una gran hipocresía.

Una de las características más ridículas de la mayoría de los políticos y los medios de comunicación, es esa noción simplona de perfección familiar que les encanta exhibir y fomentar. Como si nosotros, los espectadores, no supiéramos que vivir en familia (al igual que vivir en sociedad) es tan hermoso como espinoso; tan extraordinario como ordinario; tan natural como quebradizo; tan amoroso como restrictivo. No existe una sola familia perfecta, eso lo sabe todo el que tenga una. Y sin embargo, a pesar de que saben que todo el mundo ya lo sabe, muchos políticos y medios insisten en meternos por ojo, nariz y boca esa estampita boba de mamá abnegada, papá caudillo e hijitos siempre dóciles y bien comportaditos. Nadie deberá ser gay ni lesbiana ni vivir en concubinato en la vida pública porque esas maneras tan orgánicas, tan comunes y, sobre todo, tan íntimas de ser familia se pagan demasiado caro en ese zoológico humano que es la política partidista en Puerto Rico.

Yo a esa gente tan artificiosa le llamo los La-la Land en referencia al lugar donde me parece que habitan.

Lo peor de todo -insisto- es la gran hipocresía que representan. Porque, en el fondo, los que se desbocan hablando en contra de nosotros los torcidos (ya ven, ¡me encanta ese término!) lo son ellos mucho más. Es más, ni siquiera son torcidos. Sería mucho más apropiado llamarles “los retorcidos”.