Saturday, September 29, 2012

Cavilaciones de la bifurcación (un cuento)



La primera vez fue todo tan sutil. Era una hora clara, cuando aún el aire no se espesa. Cuando quedan promesas. Tomaba un café, porque si algo recuerdo es ese desasosiego del vientre, del esófago o no sé qué. Eso que va como implosionando y que a duras penas manejo taza por taza.
Lo digo, que a aquella hora todavía no se posaba sobre el cuerpo todo ese peso del mundo. Entonces sentí algo dulce. Suave. Pero no sabía realmente. No es que sepa demasiado.
Reparé en aquello, que era casi una melodía aunque tan y tan pequeña. Al principio era invisible. Algo que se sentía más que escucharse, más que verse. La ignoras por algún tiempo pero más bien porque no la adjudicas, apenas tomas nota de su presencia realmente. Pero siempre llega el momento en que te detienes, en que te preguntas algo, en que te propones –quién sabe por qué- saber algo más.
Lo digo sin miedo a parecer ridículo: era como un soplo de algo, una pequeñísima inspiración. Por eso quería verla, buscarla, encontrarla.
No era distinta ni única sino, precisamente, común. Una vez reparas en ella, cuando ya le dedicas algún pensamiento, puedes identificarla como se identifican las rosas entre todas las flores de un jardín.
Lo fui dejando todo: el trabajo del día, las tareas. No diré el aseo porque no quiero salirme de perspectiva. Llegó el momento en que no podía sino buscarla. Buscarla y beber mi café, que es como decir buscarme el aliento para seguir buscándola.
 No fue difícil encontrarla en uno de los rincones de la casa, donde ya había empezado a dejar su pequeño rastro. No niego mi enardecimiento. No es un secreto que soy un tipo solitario. Por decisión propia. Pero aquella presencia sencilla me provocaba algo. Algo, sí, indiscernible. Pero también monstruoso.
Cambié los muebles, la oficina realmente, para estar más cerca. Sólo por ella, por su cercanía, abandoné la ventana ventosa y soleada. Lo hice sin pensarlo. Y sin que me pesara.
Lo sabía, que tendría que acostumbrarme a sus maneras pero mi disposición ya estaba inscrita en un lugar. Yo ya no elegía; ahora tenía una dirección casi natural. Y quiero aclarar en este punto que exagero. Pero no lo hago por derroche. Es parte de mi sintomatología. Para mí es vital esta exageración. Sólo así siento una pasión. Dicen que un hombre puede cambiar cualquier cosa de sí mismo. Excepto su pasión. Y la mía es absurda, puede que hasta maníaca. Pero no por eso es menos pasión.
Revoloteé un tiempo, con esa incertidumbre de las tardes, la pesadez que va registrándose en el pecho, la garganta, la boca. Un aura, eso. Es como el que vomita conejos, que sabe exactamente cuándo es que le va a salir el primero. Yo sabía cuándo llegaba toda la densidad porque el esófago o algo por allí se me ponía pesado, latente. También a mí me da ese deseo muy leve como de vomitar aunque no conejos. Nunca conejos, a dios gracias. (He escuchado que eso sí es terminal). Pero es que -además- todo se carga terrible. Como las nubes cuando se llenan de humedad. No se escucha nada, no dejan caer aún una lluvia, no ves salir algo de alguna parte pero sabes que está todo lleno de todo. Que no puedes con el peso de ti mismo. Cuando estoy así y ya he bebido todos los cafés que en un trago forman el mundo, a veces entonces enciendo un cigarrillo. Pero en eso sí que no quiero entrar ahora.
Ya luego todo volvió a la normalidad. Estuvimos muy adaptados, diría que hasta felices, por algún tiempo. Un tiempo, por cierto, bastante largo, bastante generoso. Había algo. Como una felicidad pero menos. Porque decir felicidad es una exageración. Tal vez fuera un bienestar, una melodía muy callada, un estado de cierta paz escondida. Bueno, no sé, seguramente vuelvo a exagerar. Sé que no había correspondencia de nada, un intercambio, no. Eso hubiese sido imposible, lo tengo claro. Y sin embargo, no sé cómo decirle que me dejé llevar, no sé si por la locura, no sé si por la seducción de aquel cuerpo sin peso, de aquella compañía sonora, de aquella existencia de una inexistencia palpable. Si la ansiedad es monstruosa, la paz lo es aún más. Mil veces más.
Pero quisiera (o más bien es imperativo) pasar a lo próximo. Usted debe estar ya casi por dormirse, si es que aún tengo el privilegio de contar con su atención. Total, lo sé, que esto no lo leerá nadie. No sé por qué me paso el trabajo de escribirlo. 
Era impredecible, tendiendo demasiado a la irregularidad. Estaba uniforme, todo estable y, de  momento, se bifurcaba. Y ya asumiendo más consistencia, un espesor, lo tomaba todo a su alrededor. De momento era sutil. De momento no tanto. Tomaba tiempo descifrarle sus ademanes, sus recorridos. Pero yo, tristemente empecinado por aquellos días en la belleza de las cosas, me dispuse a buscarle el sentido, a ordenar el caos que empezaba a ser nuestra vida juntos. Me detuve a observarla con minucia, a escucharla, a ver cómo, en un instante, se separaba de sí misma, se desparramaba, volviéndose primero humedad; y con el tiempo, laguna tenue.
Pero siempre pasa algo con el tiempo. Y en esa sucesión, un día empezó a dejar de ser diáfana, delicada como un primer día. Comencé a reparar cada vez más en sus nimiedades, en esos sonidos suyos; a saber que todo en ella empezaba a ser una gran repetición, una redundancia que con cada intento se volvía más torpe, y luego más amarga.
Empecé a sentir que podía enloquecer si no me esmeraba en ignorarla un poco, en volver a concentrarme en cuestiones mejores. Pero acaso ya era tarde. Ya se había vuelto incesante, insufrible. Abominable, eso. La sentía cada segundo, anunciándose al contacto con ese artefacto que dispuse para ella en ese lugar estratégico demasiado cerca de mí.
Después de varias semanas de estudio, llegué a la conclusión de que el 33% de las veces, caía fuera del recipiente. De ahí el lapachero. De ahí que se mojara la alfombra y luego toda esa parte del suelo. De ahí que el piso, en una noche, dos, nueve, treinta, no lo sé, se llenara de moho. Tanto que, al cabo de unos días -o ni siquiera tantos, no lo sé, ya aquí había perdido la noción de las cosas- escondí la mancha inmensa con una butaca enorme que desentonaba todo pero también lo encubría.
Llegué a verme completamente desencajado, descentrado por esta pequeñísima situación que, en su momento, se me escapaba literalmente de las manos.
Ya no. Ya no paso por ahí. Doy pasos más largos y obvio por completo ese pedazo casi soberano de esta oficina oscura. Ya no la busco. Le dejé lo que quiso. Y ya me he ido a otro lugar.



Friday, September 21, 2012

Al revés



“La historia debiera enseñarse al revés”. Eso dice Tertuliano Máximo, maestro de Historia en la novela El hombre duplicado de José Saramago. “Hablar del pasado es lo más fácil que hay”, dice. “Todo está escrito. Mientras que hablar de un presente que cada minuto nos explota en la cara, hablar de él todos los días del año al mismo tiempo que se va navegando por el río de la Historia hasta sus orígenes… esforzarnos por entender cada vez mejor la cadena de acontecimientos que nos ha traído donde estamos ahora, eso es otro cantar…exige constancia en la aplicación, hay que mantener siempre la cuerda tensa, sin quiebra”.
Pienso en el Estrecho de Bering, esa franja de mar que luce tan breve y llana en los mapas, separando a Alaska de Siberia. Cómo pueden dos continentes estar tan lejos y tan próximos; separadísimos y casi unidos. Sólo un desliz de la naturaleza puede pretender unir a Asia con América del Norte.
Las maestras de Historia siempre empezaban por ahí: “Los primeros pobladores de América llegaron por el Estrecho de Bering”. Luego entraban en el tema que estimo era su favorito: las civilizaciones precolombinas y la Conquista, una especie de pantano temático del que ya nunca más se salía en todo el semestre. Pero no se hablaba de cómo todo eso nos seguía marcando en el hoy, en el ahora. No se conversaba sobre nuestra condición histórica de explotados, sobre la gente que quiso transformar esa realidad tan tétrica, sobre el país que a nosotros también nos explotaría en la cara.
            Hablar del pasado no es lo más fácil. Ese acceso siempre será un campo minado y espinoso, lleno de dudas, presunciones, imaginación. Hay quien cree imposible acceder al pasado. Yo pienso en lo difícil que es acceder al presente. La imposibilidad de alcanzar íntegramente el presente reside en ese otro que siempre lo construye con nosotros, que se nos erige como una columna que solo podemos bordear, interpretar, sentir, nunca penetrar cabalmente. Entonces pienso, ya no en el pasado sino en el presente. Y en cómo hubiese querido aprender la Historia al revés.









Sunday, September 9, 2012

Mom-in-Chief



            Lo siento pero no termino de tragarme esa imagen de esposa mantenida a raya de Michelle Obama. No me la trago porque le he seguido bien el rastro y sé que ese no es su lugar.
Su avasalladora presencia se ha convertido en un gran elefante rosado: el mundo entero sabe que ella ofrece mucho más porque lo demostró mientras tuvo que ejercer de contraparte inteligente y poderosa de Hilary Clinton durante la campaña primarista de su esposo. Aún así, desde el inicio de la presidencia Obama, ella y el equipo de Casa Blanca insisten en limitarla a un estricto rol de esposa no solo un poquito empalagosa sino también excesivamente reiterativa de su condición maternal.
Ya el Planeta entero sabe que los hijos son lo más querido y hasta suelen ser lo más importante en la vida de sus padres. Lo dicen las tarjetas de Hallmark, lo dicta el sentido común, lo repiten millones de primerizas alrededor del mundo: “Ser madre te cambia la vida. Ahora veo el mundo de otra manera”.
Sasha y Malia son realmente adorables y no hay duda de que su mamá las ama y desea lo mejor para ellas. Ok. ¿Podría ahora Michelle soltar el tema de su situación maternal y pasar a otros más pertinentes y menos redundantes para los cuales sabemos que está muy capacitada?
La constante repetición de que “my most important title is still ‘mom in chief’”, es un intento artificioso de establecer que no está involucrada en temas de política pública, lo cual no es cierto. En Wáshington, no hay dudas sobre su continuo interés e influencia en los asuntos políticos de la Casa Blanca. Pero esto lo hace de manera subrepticia. ¿Por qué? ¿Por qué la campaña de Obama cree peligroso admitir que Michelle es parte importante del equipo de trabajo presidencial? 
¿Qué mensaje nos está enviando con esta imagen de Mother-in-Chief? ¿Que la mujer puede ir a Harvard y tener una carrera extraordinaria y desarrollar al máximo sus talentos pero, en el fondo, su primera vocación habrá de ser siempre la de madre? ¿Qué nos dice el modelo de Michelle a las millones de mujeres que la observamos, queriendo contestar así nuestras propias preguntas?