Uniforme gris bien planchado, maquillaje elaborado, pelo rojo chavito
y rizo, siempre suelto y aplacado con gelatina. Bastante gelatina.
Siempre almuerza en esa cafetería pero ese día iba sola y no miraba
alrededor, los ojos fijos en su bandeja escuálida. Parecía que se arrimaba a la
pared como quien pretende desaparecer, hacerse invisible en un salón.
Escribió un mensaje de texto. Le contestaron. Debo pensar que una
lágrima suave, apenas perceptible, habrá comenzado a bajarle por el borde de
los ojos. Es casi imposible imaginar que comenzara a llorar desde el principio
con aquella fiereza de cuando volví a mirarla.
Había que verla. La comida yacía intacta sobre su bandeja y ella era
sólo una mirada absoluta, clavada en la pantalla de un móvil. Leía, y con una
urgencia temible, contestaba; sus dedos moviéndose con aquella velocidad en
medio de un llanto radical. Lloraba en absoluto silencio pero torrencial,
implacablemente. Como si no existiera nadie en aquel salón. Lloraba como si lo
tuviera de frente, pronunciando las palabras más atroces del vocabulario.
Debí llevarle un café, algo. Era como si la estuvieran hiriendo de
muerte en plena cafetería sin nadie que le pasara una mano o llamara una ambulancia. Pero, realmente, sólo me interesaba observarla, admirarla en aquella
soledad abismal, en aquella postura de dolor inquebrantable.
Pasaba el tiempo y no paraba de darle a los botones. Esperaba tres, cinco segundos y volvía la respuesta. Y cada una era el detonante de un desgarramiento mayor.
Trato de no hacer inferencias inútiles pero no puedo. Me pregunto si los mensajes serán tan bellos y universales como aquella carta de Napoleón a Josefina. “Es imposible estar más débil y degradado. Vuestros pensamientos envenenan mi vida, desgarran mi alma”.
En el fondo, temo que, después de tanto análisis, imaginación, se
trate de algo muy rústico, mensajes de letras mínimas, signos apenas, que
causen el mismo desconsuelo pero sin el refugio de la hermosura. Algo así como
“ell@ no t-ene nada q ver. get @ life”.
