Thursday, November 21, 2019

A esa edad entonces una mujer era feliz



Tengo un recuerdo perfecto de mami a sus 39 años. Tenía el pelo rizo con unos tonos medio anaranjados y revoloteaba por el apartamento de Santurce en unos pantaloncitos cortos, creo que amarillos. Yo tendría 6 años y, desde el comedor, la inspeccionaba rigurosamente. Recuerdo haberle mirado bien las piernas y haber sabido que aquellas eran unas “buenas piernas”. También me fijé en su barriga y reparé en que era un poco grande en relación al resto de su cuerpo; una barriga que ella nunca escondía sino que, por el contrario, exponía. Recuerdo haber entendido la relación de aquella barriga y la vida de mami: su afición apasionada por el lechón, por las frituras, la comida árabe, el mangú, la cerveza, los amigos y el chinchorreo serio, el original, cuando eso estaba muy lejos de ser una moda. Todo eso pensé desde aquella silla de comedor, donde estudiaba a mi primera aproximación al mundo.

No tenía idea de cuánto tiempo podía tomar formarse un cuerpo y una vida como la suya, así que quise saber cuántos años tenía aquel nervio de la naturaleza que decía ser mi madre. “Treintinueve”, me dijo, y siguió con sus asuntos. Yo -lo recuerdo como si acabara de suceder- pensé que a esa edad entonces una mujer era feliz. Feliz y resuelta; feliz y libre.

Lo raro es que, desde tan temprano en la vida, yo ya estuviera participando en esa evaluación exhaustiva del cuerpo femenino. Las mujeres transcurrimos con el cuerpo. Si el tiempo es la medida de la vida, la nuestra se mide desde y a partir de la carne. Un hombre se hace hombre alcanzando una edad, viviendo una aventura, un viaje, un rito de iniciación. Nosotras nos hacemos mujeres, no con el derecho sino con la sangre. Y -a falta de o incluso además de ésta- con las tetas (mientras más grandes más “mujer”). En el ideario social, esas marcas reproductivas (y su gran efecto, la maternidad) son las que nos hacen ciudadanas adultas, visibles, dignas de cierta (no demasiada) autonomía. Nos exponen en sociedad, al principio siempre excesiva, incómodamente. Pero pronto llega el día en que ese malestar, la extrañeza del cuerpo permanentemente expuesto al escrutinio y la deliberación, se convierten en tu segunda piel. Y es tuya. Con esa luz constante, con esa opinión comunal, haces más o menos lo que quieras y puedas.  

Recuerdo a una de mis madres de la vida. Llegó un día a la oficina con la decisión tomada: “Voy a ser una vieja”. Fue uno de los actos de liberación más espléndidos que he presenciado. Nos contó que estuvo todo el fin de semana haciendo resaca en el armario. En un momento dado, se encontró con un par de botas altas, a la rodilla. “Me las compré hace mucho tiempo. Yo tenía como 45 años y soñaba con ir al Waldorf Astoria en Nueva York con esas botas”.

Observó bien sus botas de gamuza, los rhinestones formando una figurita alargada alrededor del tobillo, el taco alto, bastante alto y muy finito. “Ahí fue que tomé la decisión”, nos reveló. “Estas botas ya no son para mí. Se van”. Una amiga más joven se las ganó.  

Recordé mucho este cuento el otro día al comprarme mis botas a la rodilla, también con unos poquitos rhinestones, para un viaje al frío. Deseé esas botas con furor y las busqué por todo el ciberespacio, hasta que las encontré.

Vivir literalmente a la sombra del cuerpo, a dios gracias nos faculta para explotarlo. Tanta obediencia, tanta dedicación y disciplina para hacernos mujer tiene sus beneficios marginales. A días de cumplir mis primeros cuarenta años en este mundo, reflexiono mucho sobre el cuerpo, no faltaba más. He iniciado una rutina de pesas, solo por si acaso llegara a ser cierto todo lo que dicen sobre la masa muscular. Lo de la celulitis es curioso y es raro. Me observo constantemente en cualquier espejo y veo cómo varían dramáticamente las ópticas según la luz, según la distancia. Me cuestiono cómo la verá un ojo real en la vida real en tiempo real pero la curiosidad no es tanta como para alcanzar a preguntar. Desconozco. No me angustia. Hace exactamente cuatro años, siete meses y unos días hizo su acto de aparición en mis muslos pero no acepté los siglos de sufrimiento, los ríos de tinta y de sangre, los rituales dedicados a su exterminio, las telas sobrepuestas, estiradas, trágicamente resignadas. Si -total- ni que fuera yo la única víctima de este terrible mal sobre la faz de la Tierra. No, hermanas en la fe. Hagan la prueba. Levanten sutil, sigilosamente sus faldas y mírense las unas a las otras. Estamos juntas en este padecimiento como en todos los demás, razón suficiente para no seguir sufriendo.

En esta víspera de la entrada triunfal al cuarto piso, y a modo de repaso, no dejo pasar inadvertido el tiempo consumido en depilaciones, promesas de mejoramiento (glúteo, facial, ortodóncico), en teñidos de cabellera, pintadera de uñas, estiradera ocasional de rizos, ejercicios todos de la mayor fe posible. Y eso que soy low key. Qué me dicen de esa cantidad de cosas indescifrables que ofrecen por Internet: “Cavitación, crioterapia, extirpación (no dicen de qué), presoterapias, dermoabrasión, vacumterapia, electro-estimulación, calor profundo, microdermabrasión, reflexología, drenaje linfático, radiofrecuencia, manta térmica, ácido glicólico, liporreducción, exfoliación en seco”.  No quiere una ni comprender de qué va todo esto. Es de terror.

Hago una búsqueda rápida sobre cumplir 40 años. Hay muchas “enseñanzas”, “consejos” que ofrecen las cuarentonas en su recién estrenado estatus de “sabiondas”: “Ámate y acéptate a ti misma”. “Alimenta tu alma”. “Se auténtica”. “No comprometas demasiado”. “Viaja más” (este consejo me tiene arruinada, sin retiro, en plena crisis económica) “No te compares con las demás”.

Los consejos seguramente se los inventó un escritor fantasma muy promedio con un deadline apremiante. Pero me gusta ese estado respetado de la sabiduría. Saber algo por fin.

Y -contrario al clamor popular- me gusta saber que, eventualmente (no demasiado pronto), el cuerpo cederá su protagonismo (ver para creer). Seguramente nos tomará tiempo volver a encontrarnos en ese otro lugar, fuera de las piernas cruzadas, del pecho profundo, de la barriga apretada y el culo parado. Fuera incluso de la sangre y hasta de la memoria.

Pero un día quiero llegar a ahí. Llegar y regocijarme. Llegar y regalar las botas de rhinestones a la primera muchacha que pase por aquí. Llegar y sentarme a hacer y escribir exactamente lo que me dé la gana.