Friday, December 17, 2010

Valentías


Son la imagen del terror. Pero es el terror de ellos mismos: cascos, capuchas, gafas, chalecos antibalas, rodilleras, guantes, armas largas, pistolas de gases lacrimógenos; armas cortas en cada bolsillo. Las imágenes de estos guardias pechugones, muertos de miedo y de desconcierto frente a los muchachos y muchachas que -armados de pancartas- asumen sus derechos con esa naturalidad que otorga la certeza, tienen que ser las más paradójicas de nuestros tiempos.

No necesitan los estudiantes que ningún juez les interprete su constitución: el tejido robusto y radiante del que están hechos. Y sus derechos -esa palabra tan baboseada- son como una sustancia fina que parecen llevar impregnada. Algo suyo, íntimamente suyo, a juzgar por cómo los conocen mejor que nadie, cómo no necesitan de jueces ni guardias ni burócratas inmundos para llegar a sus derechos, para poseerlos.

Este es un gobierno de infelices cuya única cultura es el salvajismo. Pero al menos de ellos una no espera nada.
Antier, sin embargo, al dar noticia de una refriega que emprendió la Policía en las protestas estudiantiles, una periodista radial se quejaba de que los estudiantes no se estaban limitando a su “espacio de expresión represión pública” y que por eso la Policía les tiró gas pimienta y los persiguió por toda la avenida.

Eso sí es trágico: que -a dos días de que la Universidad anulara y el Tribunal Supremo restringiera la libre expresión- una periodista ya esté instalada en la prohibición. Que se atreva a suscribir espontáneamente una atrocidad como es la violación de una de las libertades fundamentales del ser humano; libertad que -precisamente- hasta el periodista más tonto está obligado a defender por encima de cualquier otra. Esto sí que es perturbador. Lo dijo Balzac: “la resignación es un suicidio colectivo”.
En una joya de opinión concurrente del Tribunal Supremo de EEUU en el caso Whitney v. California del año 1927, el juez Brandeis sostiene:
“Aquellos que ganaron nuestra independencia entendían que la libertad era el secreto de la felicidad; y la valentía, el secreto de la libertad”.

Los estudiantes en lucha son privilegiados. Temprano en la vida han aprendido y asumido ciertas cuestiones vitales.

Friday, November 19, 2010

Escarabajos


Hay ausencias que matan.

Esa pared gigante que ha quedado vacía en la entrada de la biblioteca del Tribunal Supremo, es ahora locuaz testimonio de la infamia.

Si una se preguntaba cómo exactamente era que ocurría esa especie de milagro de que la opinión de un juez llegue a convertirse en la palabra que se respeta y se acata casi sin cuestionamientos, ahora nos tocará saber cuánto valor -si alguno- pierde esa palabra cuando su autor ha perdido legitimidad.

Ante la glotonería de dominio de unos gobernantes, terroríficamente respaldada por cuatro jueces supremos; incluso ante la pesarosa languidez del Juez Presidente que, contemplándose maniatado, se resigna y “pasa la página”, no puedo pensar en un acto simbólico más redentor que “el descuelgue de Martorell”.

Por esas justicias poéticas de las que sólo dispone el destino, la obra inmensa que descolgó el Maestro se titula ‘Escarabajo’. Me fue inevitable pensar en el enorme escarabajo en que se convierte el vendedor Gregorio Samsa, protagonista de La metamorfosis de Kafka. Lo más atroz de esa historia es la manera como el propio Gregorio y su familia se van habituando a su nueva condición, cómo se resignan a normalizar el movimiento repulsivo de sus decenas de patitas peludas, el manejo torpísimo de su nuevo caparazón.

Ese, me temo, es el gran peligro que tenemos ante nos con el Tribunal Supremo: hoy estamos espantados de ver cómo los apoderados de la justicia se han transformado en escarabajos enormes. Hoy somos reivindicados por Martorell, por su bello acto de descuelgue en el escenario de la infamia. Hoy damos sentido al mensaje tan perturbador que es el desierto de una pared.

No sé cuánto dure el vacío. Incomodará a los jueces el estruendoso silencio de ese testimonio. Ya pensarán en alguna otra obra que decore el escenario de la atrocidad.

Pero si mañana comenzamos a normalizar esta nueva condición de los apoderados: si empezamos a adjudicarle una absurda naturalidad a sus caparazones, a esa manera de moverse con decenas de patitas peludas, pegajosas, entonces corremos un gran riesgo: el de convertirnos también en horribles escarabajos y ni siquiera sorprendernos.

Sunday, November 7, 2010

Amor farmacológico para el desamor



La noticia -global, excesivamente entusiasta con sus titulares rosados- me dejó desconcertada: acaban de inventar una pastilla contra el desamor.

No contra la depresión, que es -en efecto- una patología. Al parecer, ese negocio ya está explotado. Ésta será contra el rastro natural del amor: ese delirio tortuoso que siempre había parecido un achaque inevitable de vivir.

Detrás de esta conspiración hay unos científicos austriacos que alegan que el desamor “pone en riesgo la seguridad, convirtiéndolo en una amenaza social”. No quiero ni saber la historia de estos señores. Seguro tienen sed de venganza por unos amores muy escabrosos. Es como único puedo explicar ese afán de destruir el indescifrable y viejo desamor de siempre. Imagino a estos austriacos muy taciturnos, sus miradas perdiéndose en un punto del laboratorio, cada uno tratando de conservar con ferocidad la poca concentración que deja la ansiedad del amor, sólo para mantener viva la posibilidad de su invento.

Se trata de una pastilla de serotonina, la sustancia neurotransmisora que provoca la sensación de amor. Se supone que, tan pronto como usted empiece a sentir los primeros rastros de melancolía después de una angustia romántica, se toma la pastilla, y esa sensación de desarraigo, casi de enfermedad, deberá dar paso a no sé qué: la felicidad química; acaso una extrañísima exaltación del abandono y la soledad. No lo explican lo austriacos.

Tal vez estamos regresando a la época clásica, cuando Hipócrates clasificó la melancolía como una enfermedad que consistía esencialmente de dos elementos que ahora sabemos atemporales: la tristeza y el miedo. Si se prolongan, es melancolía, sentenció.

A principios del siglo XX, Sigmund Freud sostuvo que la mayoría de las pérdidas amorosas se sufren mediante un duelo que no llega a instalarse en lo patológico. Porque, un buen día, se supera. Pero es dañino perturbar el proceso, subrayó.
Estuve muy indignada pensando cómo la farmacología asume cada vez más plasticidad; cómo una nimia pastilla puede amenazar con cambiar la vida.

Pero ahora sé que es un gran bluff. Esperemos a que el primer sufrido sea medicado. Bien empepado lo quiero ver cuando le llegue la hora de escuchar su primer bolero pos-dejada, vacía la primera copa.

Saturday, October 23, 2010

Biblias (en una puerta de Tierra)


Juraba que la cita del Libro de los Hechos de los Apóstoles era sacada del culto dominical del reverendo Font (dicen que se bota).

Si no fuera por su impecable reputación, no le hubiese creído a la profesora de Derecho que esta cita es de una opinión de nuestro Tribunal Supremo, redactada por el juez Erick Kolthoff (el del nacimiento, sí. Dicen las malas lenguas que también promueve un círculo de oración en el jardín del Tribunal).

La Profesora, sus alumnos y colegas estaban indignados. Y con razón. Imagínese, tantos años creyendo en la ficción del estado secular; pero creyendo con esa sospecha cada vez más fundada de que la línea entre gobierno y religión es demasiado frágil, una frontera que siempre está a punto de desvanecerse.

Excepto por la judicatura, que precisamente se vislumbra como una especie de muro de contención, de último hilo de esperanza contra esa mezcla fatídica, irreparable, de derecho y religión.

“La selección de la Biblia no es casualidad ni está exenta de implicaciones, con tantos textos de historia y antropología que no lacerarían de esa forma la legitimidad de la institución en una sociedad plural”, nos iluminaba la profesora desde el posteo feisbukiano.

Estoy con ella. Sin embargo, para qué negarlo, no pude evitar la fantasía de que al fin nuestros jueces puedan empezar a ponerse creativos. Los estudiantes de Derecho seguro lo agradecerán. Si Kolthoff puede citar la Biblia como autoridad en Derecho, entonces los miembros más culturosos del honorable foro quedan libres para empezar a citar el mejor análisis casuístico del mundo: la literatura. El gran Mario Conde, personaje detectivesco del cubano Leonardo Padura, podría estar entre sus primeros prospectos para lidiar con los narco-casos y todo tipo de crimen organizado. Para los incestos u otros intríngulis de la perversión familiar, no hay que ir demasiado lejos: propongo oficialmente al nuevo Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa.

Ya no aguanto hasta que salga la próxima opinión de la Juez Fiol o el Señor Presidente. Querrán atacarlos. Pero ya lo estableció su colega: en las novelas está perfectamente dibujada toda la contrariedad del mundo.

Friday, September 17, 2010

Arribada



Lo más inconcebible es saber que ha regresado. En las noches, el arenal es un paisaje oscurísimo, silencioso, tratándose de una costa puertorriqueña. Si no fuera por las luces lejanas de los ciertos carros que pasan a esas horas, parecería un mar desierto.

Debe ser uno de los actos de magia más perfectos del mundo cuando, del murmullo de una ola, sale el animal con una certeza inaudita. Ni siquiera los científicos están muy seguros de cómo es exactamente que las tortugas marinas saben regresar a la playa en que nacieron, después de nadar durante años, kilómetros y kilómetros de mar adentro. Algunos estudiosos lo explican diciendo que, “desde el mismo momento de su nacimiento, las tortugas marinas son capaces de leer el campo magnético de su área natal y guardar así su recuerdo indeleble”. Dicen también que el campo magnético de la Tierra cambia a través del globo, teniendo cada región oceánica una marca ligeramente distinta.

El tinglar que alcancé a observar aquella noche, salió de la orilla como en una aparición. Saberle la exactitud instintiva, el grabado perenne de su lugar, fue casi desconcertante. Con su monstruosidad a cuestas, parsimonioso, un poco torpe, se hizo de su espacio en la arena, como si ya lo conociera bien. O como si todas las orillas fueran iguales. En la soledad más absoluta, hizo el esfuerzo de poner sus huevos. Luego se recompuso y los resguardó un poco antes de abandonarlos y dirigirse con el mismo sigilo, con la misma lentitud y su seguridad tajante, de regreso hacia el mar.

Quisiera conocer la radiografía del campo magnético de este tramo de agua que nos circunda; así como la fórmula exacta del milagro para que existan, por las profundidades de esos mares infinitos, ciertos animales extraños, todavía dispuestos a sembrar sus semillas en este pequeñísimo corazón.

Friday, September 3, 2010

Iras de verano


Busco una bocanada de brisa en el patio pero no se trata de una movida suave ni romántica o taciturna. No. Es un deseo que no debería percibirse realmente en lo material, que se camufla con la intención de resolver alguna tarea por esos lugares.

Tras unos segundos me detengo, casi vencida por el calor tan asfixiante, un fenómeno prácticamente inédito por estos campos. Miro alrededor, no sé si de manera fortuita o si buscando una señal pero el asunto es que detengo la mirada en un arbusto. Un arbusto y sus guayabas, de las que suelo estar siempre muy pendiente. Las observo bien. Tengo la manía de contarlas: una, dos, trece guayabas maduras, cada una perfectamente ubicada en su rama. Hay algo que hace que me quede, ya no observando sino decodificando la escena. También voy sintiendo una cierta indignación pero es tan leve -o tan absurda, pienso- que yo misma me la disipo. Pero al mismo tiempo me crece. No puedo evitarlo. Es una ira que vuelve, un coraje todavía somero pero también más contundente que aquella primera indignación.

Cambio la mirada como quien no quiere ver lo evidente. Y al darme la vuelta es que lo veo a él, ensimismado en las trece guayabas. Al percibir que se demora en la observación de la estampa, comienzo a sospechar algo pero -de nuevo- es un asunto muy tenue, casi imperceptible. No es hasta que le siento la ira sencilla, traslúcida, como palpitándole, que entonces comienzo a inspeccionarle las rendijas de las venas que -zas- como por arte de magia empiezan a brotársele en el cuello.

Nos miramos. Hay algo que yo entiendo pero, por alguna razón -creo que por cansancio, un poco por no seguir repitiendo lo de siempre, también por bastante resignación y hastío- los dos nos damos media vuelta y volvemos a lo nuestro.
A lo nuestro en lugar de gritarnos lo que realmente sentimos: (“¿Por la mediocridad de cuántos es que llevamos sesenta horas sin electricidad, cuando no se ha caído una sola guayaba al piso?”).

Saturday, August 21, 2010

Torturas

Violencia es una palabra que me suena demasiado blanda, hasta un tanto dulce, para nombrar el relato de Liza Rivera, esposa del representante Luis Farinacci. Violenta es la vida; un beso consentido puede ser violento; el tapón de Caguas a San Juan es de una violencia brutal. Los ataques que ha descrito esta mujer son de terrorismo interpersonal.

El debido proceso de ley en el que demasiados correligionarios de Farinacci se han amparado para evitar pronunciarse en su contra, está muy bien para los tribunales. En la vida real, lo que he visto es una declaración jurada dramática y contundente, que incluso establece que existen otros testigos de los actos relatados, lo cual -de ser cierto- sería terminal para la defensa del Legislador.

Él alega que nunca ha golpeado a su esposa y, hasta ahora, su único argumento de defensa es que fueron “una pareja tan públicamente perfecta, que en 2005 se ganaron el premio de la ‘pareja modelo y elegante’ de Ponce”. Eso me hace pensar en algo muy curioso. El conflicto del señor Farinacci se devela justo cuando un tribunal ha tenido que interceder para que el Municipio de San Juan respete los derechos de libre expresión de un grupo de mujeres que tres veces ha pintado un mural con el mensaje ‘Tod@s contra la violencia machista’. Tres veces también el Municipio ha borrado el mural, las últimas dos desacatando abiertamente la orden del Tribunal. Entonces, una no puede sino pensar que el mensaje -al igual que las mensajeras- les fastidia. Entorpecen esa imagen aséptica e hipócrita de familia y sociedad por la cual el Estado tiene especial debilidad, y que queda plasmada en esos telones enormes, grotescos por demás, con la foto de la familita “públicamente perfecta” que decora todo el exterior del Comité de Santini en Hato Rey.

No es sólo la hipocresía de borrar un mensaje educativo mientras, en otros escenarios, levantan sus cejas en señal de honda preocupación por la violencia de género. Es que se defienden diciendo que ellos tan sólo limpian los estorbos públicos, aún cuando -como denunciaron los abogados de las muralistas- el mayor estorbo público es de ellos.
Digo, por no decir que son ellos.

Friday, August 6, 2010

Sobeida



Acepto que yo también tengo cierta fascinación por Sobeida. O más bien estoy obsesionada con el encantamiento que este personaje provoca en la República Dominicana. Desde que se escapó de allí hace casi un año, en un operativo soberbio que no dejó rastros, y ahora que se entregó en Puerto Rico y fue extraditada a la República, el pueblo dominicano se ha rendido a la obsesión por Sobeida, al punto de haberle hecho hasta un espontáneo recibimiento de pueblo en la cárcel donde fue recluida.

Obviamente ha habido polarización. El país parece haberse dividido en dos: los puros y los impuros.

Los primeros son los portadores del decoro dominicano, representados en las plumas de decenas de analistas que lamentan “profundamente” el estado de “descomposición social” que atraviesa el país y que se evidencia en el culto a Sobeida y su compañero, Junior Cápsula. Sostienen que la observación obsesiva de esta mujer es síntoma de una aceptación benévola de la violencia, la corrupción y la búsqueda del dinero fácil.

Pero a mí me ha interesado el otro grupo; el que sostiene que en el morbo por Sobeida -por su belleza y gracia, por su cuerpazo, por su cartera Louis Vuitton de 900 dólares con que llegó a la cárcel, por esa sonrisita sostenida que nadie sabe interpretar y por su historia de Cenicienta posmoderna- está recogida, no sólo una realidad sino toda una sabiduría dominicana. Dicen los ‘impuros’ que esa sociedad ha aprendido que no existen diferencias reales entre los políticos corruptos y los capos de la droga. Son igual de delincuentes. “Lo único que varía es el bando al que se pertenezca”.

Un grupo de cineastas jóvenes hizo un video cómico en el que buscaban a Sobeida en los sitios más insólitos con tal de ganarse el millón de pesos de recompensa que ofrecían por su paradero, con los cuales querían hacer una película. Me gustó su franqueza y nivel de introspección. Al final, cuando se dan por vencidos en su búsqueda, el joven director dice: “Tal vez lo único cierto es que, en este país, todo el mundo tiene una Sobeida que esconder”.

Friday, June 18, 2010

Historicidad



"Esto es histórico", se repetían entre sí los muchachos y las muchachas mientras celebraban bajo la noche del miércoles la tremenda victoria de la justicia.

"Histórico", volvían a exclamarse entre abrazos, en esa euforia del triunfo trabajado, sufrido, más que merecido. Me enternece ver cómo han ido sabiéndose parte de algo mucho más grande; cómo han cargado con la dignidad de todo un archipiélago sin mencionar apenas el peso tan abrumador. Con alegría, con hermosura, con una voluntad inmensa. Con toda la esperanza del mundo.

Hacía mucho que no teníamos razones colectivas para celebrar. Los muchachos nos han devuelto la felicidad pública, la idea de que no hay que atrincherarse sólo en el espacio privado, en los seres amados, en los platos de la mesa íntima para encontrar el sentido de fortuna.

La historia nos exige que sigamos apoyándolos, protegiéndolos. Ha quedado claro que la gran responsable de que esta huelga se haya extendido tanto es Ygrí Rivera, quien constantemente le escondió información a la Junta de Síndicos y sólo se proponía destruir a los estudiantes en lucha. Ella es la gran culpable de los millones de dólares en pérdidas, incluyendo los que pagaron entre abogados y publicistas sin que estos abonaran en lo más mínimo a la resolución del conflicto.

No podemos olvidar a Osito, y cómo altos oficiales de la Policía lo agredieron con descargas eléctricas y patadas en sus genitales.

Y tampoco podemos permitir que expulsen a los estudiantes. Soy la hija de un huelguista que, en 1948, fue expulsado por levantar una bandera puertorriqueña en la Torre. Esa expulsión cambió por siempre su vida. Le mereció años de exilio y varios cambios de universidades pues ninguna se supone que acoja a un expulsado. Tuvo que estudiar Derecho dos veces, tener a sus primeros hijos lejos de los suyos, sin recursos, y vivir día a día el discrimen. Muchos años después, la Universidad de Puerto Rico tuvo que declarar una amnistía para poder contratarlo como profesor pues, pese a sí misma, mi papá se convirtió en un hombre con muchas cosas grandes que transmitirles a las nuevas generaciones.

Tienen razón los muchachos, "esto es histórico". No permitamos nosotros que se repita la historia del castigo y la represión.




Friday, May 28, 2010

Jarrón naranja (un cuento)



Supe que comenzaba nueva, lánguidamente, la reconciliación cuando lo vi agarrar el jarrón anaranjado. No sabía que yo lo observaba. Durante días evitó abrir la nevera, sólo para ignorar el jarrón en cuestión.
El día de los sucesos, (llamémosle día uno), lo dejé sobre aquel anaquel sin demasiado ordenamiento o simetría, haciendo así que pareciera una ubicación fortuita, inofensiva.

Sin embargo -de nada serviría ya negarlo- mi propósito era humillarlo; comprobar, más allá de toda duda razonable, la ordinaria naturaleza de aquel objeto mediante su vil exhibición. Con el paso de las horas -pensé- según el obsequio abominable languideciera sobre el anaquel, desentonaría cada vez más con la cuidada estética alrededor, y su virtual inutilidad se volvería contundente. Coronaría mi acto ante la visita casual de algún familiar, amigo o vecino pues sabía que aquello no pasaría desapercibido. Sería una victoria aplastante y elegante si fuera otra persona quien reparara en preguntar y hacer el comentario cuasi-despectivo: “¿Y ese jarrón?”, me los imaginaba decir, como si estuviera estipulada la vulgaridad del objeto.

No sé por qué me esmero en recordar los detalles de este plan, si de todos modos no fue ejecutado exactamente como debió ser.

Una mañana, el jarrón apareció en la nevera. Era fácil sospechar que aquello era su desafío, su manera de adjudicarle cierta funcionalidad. El cerco imaginario que se había creado alrededor del objeto de la discordia, se trasladó muy naturalmente al electrodoméstico. Como yo no osaba abrir la nevera, él tampoco lo hacía. Ni siquiera nos acercábamos a su circunferencia. Así pasamos días. Comía cualquier cosa camino del hogar en anticipación al embargo mobiliario, y presumía que él hacía lo mismo.

Ahora, sin embargo, lo agarraba. No dije nada ni me moví y él desapareció brevemente con el jarrón. Cuando se reintrodujo en el plano, observé con detenimiento sus manos, los dedos apenas apareciendo por cada lado del objeto. Desconocía que yo lo observaba. Se pensaba solo y por eso me pareció tierno que lo limpiara con ese cuidado suyo, con una minucia inmerecida. Luego lo secó suave con un paño y, en un cambio ingenuo de mirada, se encontró brevemente con la mía. Por varios segundos no supo bien qué hacer ni a dónde dirigirse. Yo -perversa, implacable- no retiré la vista, en reiteración de mi estupor. Y él -sé demasiado acerca de él- se sintió nuevamente atacado. Burlado.

Lo sé porque comencé a verle la rabia suave, traslúcida, como palpitándole por el borde del labio, por las rendijas de las venas que empezaban a brotársele en los nudillos de las manos y luego tenues en el cuello. Vi cómo respiró como buscando más aire del que necesitaba y yo no le quitaba la mirada mordaz, que se volvía -yo lo sentía como en el vientre- homicida. Se movió brevemente, cuestión de un par de pasos, y quedó paralizado. Por un instante, no sabía qué hacer. Colocó el objeto rápidamente entre los trastes, se pasó la mano por la frente y por el pelo. Yo respiré un poco a lo lejos sin dejar de examinarlo. Nunca dejo de examinarlo con esta obsesión.

Al cabo de un cierto transcurrir, le vi una sonrisa casi imperceptible, el reflejo de una satisfacción muy breve, como resignada a la irresolución. Entonces pensé que era un hombre de fe.

Como quien, en el fondo de la ira, sabe que no todo está perdido.

Gato

“Te extraño tanto que duele. El Gato”. No sé si me conmovió más la angustia irrebatible del mensaje o el resguardado anonimato de su destinataria (o destinatario). La fórmula se enriquecía también con el escenario de su aparición pues esta declaración no está en una pared de Santa Rita sino en una parada de guagua rural, camino de Comerío.

“Te extraño tanto que duele. El Gato”.

El dolor casi desgarrador de esa oración tan simple, pero tan contundente, me desconsoló. Y, como si no tuviera suficiente en qué pensar, comencé a cuestionarme la situación de este individuo.

¿Le escribiría a una mujer que toma la guagua a menudo o es que ese fue simplemente el lugar donde lo invadió el pánico, la extrañeza, ese vacío sublime de los amantes contrariados? ¿Cuánto habrá demorado ella en ver el mensaje? ¿Qué habrá dicho, sentido, pensado? ¿Estarían juntos, habrán tenido un hijo, una casa, compartido un desayuno, o será un amor absolutamente fallido?

Qué manera de perder el tiempo, me reclaman. Precisamente vengo de un encuentro donde los amigos se cuestionaban el significado del arte. Casi le ponen cláusulas y pre-requisitos al asunto. Los más “naive” decían que es la búsqueda de la belleza, esa cosa tan sobreestimada. Otros, que es la materia de lo invisible.

Y ahora, en esta tarde lánguida como un domingo, no me importa si esa no era la intención de Gato pero sus siete palabras, asaltándome en dos oraciones, se me parecen más al arte que los requerimientos de mis amigos. Gato, mi arte público. Gato, mi poesía.

“Te extraño tanto que duele”. El dolor es excesivo, como el coraje de su letra, como la delicadeza de colocar su nombre y no el de ella, con esa certeza de que se sabrá destinataria.

Me deleito en mi encuentro fugaz con esas siete palabras, y le guiño un ojo a Gato, a su graffiti, aunque nunca se entere. Por varios minutos, que con este artículo se vuelven horas, pierdo el tiempo pensando en él, y en todos los gatos que no lo escriben, pero les duele.

Sunday, May 16, 2010

Pañuelo blanco

Esta es una transeúnte con propósito. Una ciudadana que no anda de paseo ni merodeando sin un destino. No es exactamente una peatona pues se transporta en una silla de ruedas. Debe ver a sus médicos, realizar tareas profesionales, cumplir con familiares que viven por el lugar de los hechos. Es a todas luces una ciudadana de provecho.
La mujer no buscaba metáforas en las grietas de la ciudad ni en la otredad geográfica del cuerpo. Admiraba de reojo -como un efecto secundario- la renovación de Santurce, el nuevo estilo ‘boho-chic’ de ciertas zonas, cuando observó a la distancia un cruce peatonal con rampa y -además- medio artístico. Nada de insípidas franjas blancas sino diseño, losetitas de colores, un paso digno de un gran museo como el de allí. La ciudadana en cuestión, impresionadísima, quiso llegar a la rampa que la llevaría al otro lado de la calle.

Se apresuró a cruzar, aprovechando la aparición de la luz roja. Maniobró rápido por aquel paseo hermoso. Le era conmovedor, casi increíble, pensar que alguien (¿un triste burócrata de carreteras? ¿Un artista secuestrado en un cubículo?) hubiese sido tan condescendiente hacia una persona con sus necesidades.

Cambiaba de nuevo el semáforo cuando, para su sorpresa, la mujer concluyó el paso para encontrarse secuestrada entre el tránsito reanudado -sus bocinas y emisiones a un pelo de su espalda- y de frente, un imponente poste eléctrico. La rampa benévola que, en el otro lado, le había permitido cruzar la calle, de este otro brillaba por su ausencia. Ahora la historia era otra: el poste y ella. Y entre ambos -como una opción imposible- el tremendo escalón para incorporarse a la acera.

Pudo haberse rendido a la tentación de la metáfora obligada. Pudo haberse dicho ‘este es mi país: un lugar atractivo en punto suspensivo; un camino sin destino’. Pero su peligrosa situación en medio del tráfico animal la obligaba a preservar su vida. Se pegó lo más que pudo de la acera, y en un acto que no parecía especialmente salvador, sacó algo de su cartera. Levantó muy alto su brazo y, con ese impulso de la esperanza, ondeó un pequeño pañuelo blanco.

Sombras nada más



Siempre está la tentación de pensar que el gobernador de turno es lo peor que ha pasado por el país. No voy a caer en esta trampa. ‘Lo peor’ es un concepto demasiado absoluto y un tanto complicado. Pero hay cosas que están ahí, que son evidentes y perturban la historia.
No sé si éste será o no el peor pero sé que es “sombras nada más” como dice el trágico bolero. Su presencia en el país es tan tenue que raya en lo poético. Digo que es una sombra por no decir que el señor no existe, que sería un concepto todavía más literario (a propósito del Festival de la Palabra). Está ahí, pero siempre tan ajeno, tan anodino, que al final es como si no estuviera. Pasan los días sin signos suyos y una ni siquiera se acuerda de que no está. Nadie lo extraña. O casi nadie. Supongo que algún periodista asignado a la solitaria fuente de esta sombra sufrirá en alguna medida este gran vacío.
Me da cierta lástima, no se crean. Este personaje está tan abstraído que se está perdiendo su propia gobernación. Los estudiantes han creado un país propio, le han devuelto la posibilidad a lo imposible, crean propuestas económicas inteligentes, toman en los portones los cursos que todos siempre añoramos, siembran huertos, juegan al fútbol, crean colectivos artísticos. Esto es lo más grande que sucederá en estos cuatro años, posiblemente en esta década. Pero la pobre sombra que es el gobernador no puede disfrutar de este espectáculo único. Tendría que empezar por saber a qué se refieren cuando hablan de los famosos portones. Pero el pobre no tiene idea de donde queda el de Arquitectura ni el de Derecho ni nada. Conoce de la IUPI tanto como de la Universidad de Kabul.
Hago un llamado urgente a los intelectuales del Festival de la Palabra para que dediquen uno de sus foros a algo así como la ‘Deconstrucción de la sombra en el poder o un estudio del hombre que no existe’. Sería de lo más pertinente mientras los estudiantes, en el sol más pleno de la calle, nos iluminan la existencia.

Friday, March 26, 2010

Encanto


A fuerza de trucos, esta ‘aplicación’ del Iphone promete transformarme en una Angelina Jolie o Penélope Cruz. Otra más macabra me insta a descargar una foto mía para entonces revelarme un nuevo ‘yo’, pasado por el crisol de un ‘face lift’, unas agujitas de Botox, un levantamiento de pómulos digital.

Atravesar el día es un desafío de grandes proporciones y no sólo por las premuras de la vida. Se abre el periódico y, antes de enterarse de los asuntos imperiosos del país, se entera una de cómo vestirse, peinarse y -peor aún- “actuar” para parecer más sensual, más joven y más delgada, los tres grandes imperativos femeninos de la modernidad.

En el acto íntimo de abrir el correo electrónico, se topa una con la perversidad de turno: la felicidad es unos zapatos con un tacón cada vez más alto, más fino, más imposible. Una nueva sombra cambiará tu vida, un perfume te otorgará supremacía en la seducción.

Ya me aburre esta ofensiva. Paso de ella no sin perjudicarme del todo pero con un desafecto saludable y bastante sentido del humor. Pero pienso en mi co-pilota, una niña de siete años. He hecho mil malabares por protegerla de esta cacería pero ahora anda con un kit de maquillaje con más sombras de las que yo he tenido en tres décadas. Se las combina con la ropa. Traje blanco, sombra blanca, ese tipo de cosa. Me río mucho pero no digo nada. Un día sabrá que es un poquito más complicado que eso.

Pienso en el anuncio de las sombras que te cambian la vida y me pregunto si un día ella podrá reírse de todo esto sin caer tan rendida, tan cautiva.

En uno de sus cuentos, F. Scott Fitzgerald dice: “Cuando una chica siente que está perfectamente arreglada, puede olvidarse de esa parte de ella. Eso es el encanto. Mientras más partes del cuerpo puedas darte el lujo de olvidar, más encanto tienes”.
Cruzo los dedos porque la niña -encantadora sin olvidarse de nada- aprenda a burlarse, no sólo de los diarios y los anuncios sino, incluso, de la buena literatura.

Tuesday, March 9, 2010

Antonia



Observo la breve pregunta casi a diario. Está escrita a lápiz, en el borde de una obra de Nelson Sambolín que está en la sala: “¿Qué se hace con los recuerdos?”, dice el artista en un homenaje a la demencia.
Se temen muchas cosas en este mundo terrorífico e hipocondríaco: perder un seno, un hijo, un amante. Pero he visto que, cuando la gente se va poniendo vieja, lo más que temen es perder la memoria.
En una vida larga, siempre llega el día en que el cuerpo pierde hegemonía. El recuerdo, sin embargo, es la posesión más íntima del ser humano: el cúmulo de la vida. Evocar es una manera de volver a vivir y los viejos lo saben. Por eso pueden pasar horas rememorando como quien ratifica así su presente. Un anciano puede olvidar las cosas de su día a día pero nunca olvida los fundamentos de su vida, dónde y cómo aprendió sus grandes lecciones.
Por eso me intriga el proceso de cómo un país prescinde de su memoria. Ayer se conmemoraron los 40 años del asesinato de Antonia, aquella joven universitaria que, desde su balcón, gritó ‘abusadores’ a unos policías armados que golpeaban a un grupo de estudiantes. Su valiente indignación le costó la vida cuando uno de los policías -nunca se supo cuál- la asesinó con un disparo en la cabeza. El de Antonia fue uno de los primeros crímenes políticos de una época que atestiguó demasiados.
Esta semana los periódicos anunciaban que “el independentismo” conmemoraría el martirologio de Antonia. Parece que el resto del país está exento del recuerdo. Como si el asesinato político no fuera el crimen de odio que más vidas ha tomado en Puerto Rico.
A cuarenta años de su asesinato, nosotros, los que no olvidamos, volvemos a atacar la demencia nacional, esta amnesia selectiva de un país que no se olvida de los especiales del shopper cada jueves pero sí de sus jóvenes sacrificados.
Mientras tanto, para combatir la muerte y el olvido, nos amparamos en la promesa de esa bella canción de El Topo: “Antonia, los pueblos no perdonan. Un día esta ley se ha de cumplir”.

Tuesday, March 2, 2010

Mitómana

-Antes que todo, no hay nada que puedan decirme. Será mejor mirar el mar y eso…
Las ocho nos observamos.
-Tati te tiene un poema, dije.
-Tati es mitómana, sentenció.
Por 41 horas nos había observado con esa rabia, sin palabras. Ahora ésto.
Tati evadió nuestra mirada con una naturalidad inconcebible mientras escarbaba la arena con sus nalgas haciéndose de un lugar para sobrevivir lo que se avecinaba.
“Chica, me dejas fría”, alcancé a pronunciar antes de aquel silencio tan espeso, tan cabrón.
“El poema es una mierda”, rompió ella. No dejaba de mirar el mar.
“Y se lo copió de él”.

Les petits dictateurs


Todo ha sido muy hermoso. La gente, conmovidísima, comenta la belleza de la “solidaridad internacional”, especialmente la más mediatizada: ese caudal esplendoroso hollywoodense al servicio de Haití.
Sarkozy, el presidente-celebridad de Francia, aterrizó brevemente allí con su enorme cara de lechuga, a anunciar una “ayuda” de 326 millones de euros. Los medios, condescendientes, la han denominado como visita “histórica” en lugar de “histriónica”.
En el siglo XIX, para que Francia aceptara su independencia, Haití debió pagarle 46 veces la cantidad que ahora anuncia Sarkozy como la gran cosa. Ese pago exorbitante, violento, hundió al primer país libre de América latina en la pobreza terminal en que hoy está secuestrado.

Camisetas ‘chic’ por Haití, ‘We are the World’, maratones artísticos. Hermosa solidaridad del mundo.
Lo que no saben los entusiastas observadores de la compasión humana es cómo en Puerto Príncipe no parece haberse levantado una sola piedra ni se ven vehículos de remoción de escombros en las calles; cómo la multi-millonaria ayuda humanitaria apenas se percibe a lo largo incluso del centro de la capital. Tampoco saben cómo el país parece, más que una zona de desastre natural, una de guerra, con cientos de militares en las calles, portando más armas largas que leche.
También desconocen la arrogancia e indolencia, no sólo de los militares que tratan a los haitianos a empujones e insultos sino de los propios ‘blanquitos’ de la ONG’s, algunos de los cuales parecen más militares que cooperadores. Tengo fe en que han de ser los menos pues sé que hay gente inmensa allí haciendo un trabajo aún más inmenso. Pero los supuestos cooperadores que actúan como pichones de dictadores gritando y humillando a los haitianos a cambio de migajas de ayuda y actuando como si fueran los dueños del lugar, deshonran el trabajo de esas personas bondadosas, misioneros reales, que están allí por las razones correctas y en la actitud correcta.

El padre Julín Acosta, uno de los hombres más grandiosos que conocí allí, lo tiene muy claro: “Actualmente, Haití es un país ocupado por tres grandes potencias: Estados Unidos, Francia y, en el medio, las que parecerán inofensivas pero no lo son: las ONG”.

Monday, March 1, 2010

Homicidas


Siempre hemos asesinado a los haitianos. Para los países que le rodeamos desde el relativo confort, el terremoto tan sólo ha abierto la herida enorme del sentimiento de culpa, de la inacción disfrazada de impotencia, de la verdadera inmoralidad.
Una de las cosas que más me impresionó en la escuela graduada de Periodismo fue algo que aparecía en un libro de texto como un hecho: mientras más oscura es la piel de la gente, menos valor tienen en la jerarquía noticiosa de las empresas periodísticas. Es espeluznante, decían nuestros profesores. Pero no por eso menos cierto. Todavía, cada vez que lo compruebo, me impresiona muchísimo.

De vez en cuando -casi siempre tras una catástrofe- salen en la prensa las historias brutales sobre la supervivencia de Haití. Tras los fuertes huracanes de 2008, los medios daban cuenta de las galletas de lodo con que se alimentan los niños allí. ¿Qué puede ser más violento y más perverso que, a tan sólo 300 millas de nuestro país, la gente coma galletas de barro mientras nosotros botamos toneladas de comida? No sé en Puerto Rico pero, en Estados Unidos, se botan 100 billones de toneladas de alimentos cada año, según los datos más conservadores.

Leo los detalles sobre la nueva muerte de Haití mientras tomo un café con tostadas. Observo a mis vecinos de mesas pasar las páginas igual que yo, y pienso que en este acto hay un homicidio compartido. ¿O acaso pasar la página de los niños haitianos y seguir en lo nuestro no es virtualmente lo mismo que asesinarlos?

No hay algo más terrorífico que encontrarse en la temeridad ajena. Mirar el periódico y, en la peor de las noticias, viendo esa manera fatal que tiene el mundo, encontrarse; saberse parte de la atrocidad. Pero no son cosas que se quieran compartir realmente. Cuando una se halla en el terror ajeno, no se levanta y va donde el cónyuge a decirle sutil, livianamente: “Yo también maté a ese niño”.

No, una se da cuenta, se lo dice a sí misma en sigilo, siente la soledad terrible y luego pasa la página una vez más.