Friday, May 28, 2010

Jarrón naranja (un cuento)



Supe que comenzaba nueva, lánguidamente, la reconciliación cuando lo vi agarrar el jarrón anaranjado. No sabía que yo lo observaba. Durante días evitó abrir la nevera, sólo para ignorar el jarrón en cuestión.
El día de los sucesos, (llamémosle día uno), lo dejé sobre aquel anaquel sin demasiado ordenamiento o simetría, haciendo así que pareciera una ubicación fortuita, inofensiva.

Sin embargo -de nada serviría ya negarlo- mi propósito era humillarlo; comprobar, más allá de toda duda razonable, la ordinaria naturaleza de aquel objeto mediante su vil exhibición. Con el paso de las horas -pensé- según el obsequio abominable languideciera sobre el anaquel, desentonaría cada vez más con la cuidada estética alrededor, y su virtual inutilidad se volvería contundente. Coronaría mi acto ante la visita casual de algún familiar, amigo o vecino pues sabía que aquello no pasaría desapercibido. Sería una victoria aplastante y elegante si fuera otra persona quien reparara en preguntar y hacer el comentario cuasi-despectivo: “¿Y ese jarrón?”, me los imaginaba decir, como si estuviera estipulada la vulgaridad del objeto.

No sé por qué me esmero en recordar los detalles de este plan, si de todos modos no fue ejecutado exactamente como debió ser.

Una mañana, el jarrón apareció en la nevera. Era fácil sospechar que aquello era su desafío, su manera de adjudicarle cierta funcionalidad. El cerco imaginario que se había creado alrededor del objeto de la discordia, se trasladó muy naturalmente al electrodoméstico. Como yo no osaba abrir la nevera, él tampoco lo hacía. Ni siquiera nos acercábamos a su circunferencia. Así pasamos días. Comía cualquier cosa camino del hogar en anticipación al embargo mobiliario, y presumía que él hacía lo mismo.

Ahora, sin embargo, lo agarraba. No dije nada ni me moví y él desapareció brevemente con el jarrón. Cuando se reintrodujo en el plano, observé con detenimiento sus manos, los dedos apenas apareciendo por cada lado del objeto. Desconocía que yo lo observaba. Se pensaba solo y por eso me pareció tierno que lo limpiara con ese cuidado suyo, con una minucia inmerecida. Luego lo secó suave con un paño y, en un cambio ingenuo de mirada, se encontró brevemente con la mía. Por varios segundos no supo bien qué hacer ni a dónde dirigirse. Yo -perversa, implacable- no retiré la vista, en reiteración de mi estupor. Y él -sé demasiado acerca de él- se sintió nuevamente atacado. Burlado.

Lo sé porque comencé a verle la rabia suave, traslúcida, como palpitándole por el borde del labio, por las rendijas de las venas que empezaban a brotársele en los nudillos de las manos y luego tenues en el cuello. Vi cómo respiró como buscando más aire del que necesitaba y yo no le quitaba la mirada mordaz, que se volvía -yo lo sentía como en el vientre- homicida. Se movió brevemente, cuestión de un par de pasos, y quedó paralizado. Por un instante, no sabía qué hacer. Colocó el objeto rápidamente entre los trastes, se pasó la mano por la frente y por el pelo. Yo respiré un poco a lo lejos sin dejar de examinarlo. Nunca dejo de examinarlo con esta obsesión.

Al cabo de un cierto transcurrir, le vi una sonrisa casi imperceptible, el reflejo de una satisfacción muy breve, como resignada a la irresolución. Entonces pensé que era un hombre de fe.

Como quien, en el fondo de la ira, sabe que no todo está perdido.

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