Friday, September 17, 2010
Arribada
Lo más inconcebible es saber que ha regresado. En las noches, el arenal es un paisaje oscurísimo, silencioso, tratándose de una costa puertorriqueña. Si no fuera por las luces lejanas de los ciertos carros que pasan a esas horas, parecería un mar desierto.
Debe ser uno de los actos de magia más perfectos del mundo cuando, del murmullo de una ola, sale el animal con una certeza inaudita. Ni siquiera los científicos están muy seguros de cómo es exactamente que las tortugas marinas saben regresar a la playa en que nacieron, después de nadar durante años, kilómetros y kilómetros de mar adentro. Algunos estudiosos lo explican diciendo que, “desde el mismo momento de su nacimiento, las tortugas marinas son capaces de leer el campo magnético de su área natal y guardar así su recuerdo indeleble”. Dicen también que el campo magnético de la Tierra cambia a través del globo, teniendo cada región oceánica una marca ligeramente distinta.
El tinglar que alcancé a observar aquella noche, salió de la orilla como en una aparición. Saberle la exactitud instintiva, el grabado perenne de su lugar, fue casi desconcertante. Con su monstruosidad a cuestas, parsimonioso, un poco torpe, se hizo de su espacio en la arena, como si ya lo conociera bien. O como si todas las orillas fueran iguales. En la soledad más absoluta, hizo el esfuerzo de poner sus huevos. Luego se recompuso y los resguardó un poco antes de abandonarlos y dirigirse con el mismo sigilo, con la misma lentitud y su seguridad tajante, de regreso hacia el mar.
Quisiera conocer la radiografía del campo magnético de este tramo de agua que nos circunda; así como la fórmula exacta del milagro para que existan, por las profundidades de esos mares infinitos, ciertos animales extraños, todavía dispuestos a sembrar sus semillas en este pequeñísimo corazón.
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