Friday, September 3, 2010

Iras de verano


Busco una bocanada de brisa en el patio pero no se trata de una movida suave ni romántica o taciturna. No. Es un deseo que no debería percibirse realmente en lo material, que se camufla con la intención de resolver alguna tarea por esos lugares.

Tras unos segundos me detengo, casi vencida por el calor tan asfixiante, un fenómeno prácticamente inédito por estos campos. Miro alrededor, no sé si de manera fortuita o si buscando una señal pero el asunto es que detengo la mirada en un arbusto. Un arbusto y sus guayabas, de las que suelo estar siempre muy pendiente. Las observo bien. Tengo la manía de contarlas: una, dos, trece guayabas maduras, cada una perfectamente ubicada en su rama. Hay algo que hace que me quede, ya no observando sino decodificando la escena. También voy sintiendo una cierta indignación pero es tan leve -o tan absurda, pienso- que yo misma me la disipo. Pero al mismo tiempo me crece. No puedo evitarlo. Es una ira que vuelve, un coraje todavía somero pero también más contundente que aquella primera indignación.

Cambio la mirada como quien no quiere ver lo evidente. Y al darme la vuelta es que lo veo a él, ensimismado en las trece guayabas. Al percibir que se demora en la observación de la estampa, comienzo a sospechar algo pero -de nuevo- es un asunto muy tenue, casi imperceptible. No es hasta que le siento la ira sencilla, traslúcida, como palpitándole, que entonces comienzo a inspeccionarle las rendijas de las venas que -zas- como por arte de magia empiezan a brotársele en el cuello.

Nos miramos. Hay algo que yo entiendo pero, por alguna razón -creo que por cansancio, un poco por no seguir repitiendo lo de siempre, también por bastante resignación y hastío- los dos nos damos media vuelta y volvemos a lo nuestro.
A lo nuestro en lugar de gritarnos lo que realmente sentimos: (“¿Por la mediocridad de cuántos es que llevamos sesenta horas sin electricidad, cuando no se ha caído una sola guayaba al piso?”).

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