Sunday, May 22, 2011
Hogueras
Amarse y no tocarse tiene que ser una de las mayores atrocidades del mundo. El lenguaje del amor es el cuerpo. Se puede amar desde la distancia, incluso desde la imposibilidad, pero la ambición, la promesa del que ama es siempre la misma: atravesar un cuerpo, instalarse en un lugar que queda dentro de una piel.
Camino por el mall tocando unas manos, una boca, un cuello perfectísimo. Y mientras tanto, estos dos bellos se miran y no se tocan. Hacen una pareja hermosa pero no sé bien por qué lo digo; si porque el paso de uno quiere completar el del otro. O porque se les ve -no sé dónde ni exactamente cómo- una pequeña promesa de futuro, una esperanza de que este hoy andar juntos por el mall, uno cargando como siempre pasa algunas bolsas del otro, es el ensayo de un andar más amplio, más complejo y arduo. Pero andar, al fin (ese es el fin).
Yo los miro, con una curiosidad que tal vez raye en lo incorrecto. Hay parejas de todo tipo que me provocan mucha curiosidad. Pero de ésta me provoca lo que no se dicen a viva voz; y todo ese recorrido del no tocarse.
Él mira al otro que se prueba un suéter y yo lo miro a él, porque le brillan los ojos como nunca he visto cosa igual. Y la sonrisa es tan monumental, tan llena de esa luz que es líquido en los ojos, que una sabe también que se ríe por un sinfín de cosas más. Es para comérselo a besos. El otro, con su suéter, lo sabe. Se sonríe mucho también pero muy por lo bajo, casi con un poco de vergüenza; como quien encuentra mucho más de lo que buscaba. Como quien sabe también que podría “morir de sed junto a la fuente”, como el poema de Guillén.
En su transacción amorosa hay, omnipresente, una prohibición de siglos y siglos. Pienso en eso. En todos los hombres igualmente bellos que fueron quemados vivos por practicar el lenguaje del amor. A escondidas. Y pienso en la infamia de los escondites que, cientos de años después, siguen salvando de la hoguera a tantos amores.
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