Tomé fotos esos
meses del huracán. Fotos nimias, nada artísticas, ni siquiera interesantes.
Confío poco en mi memoria, y sabía que todo aquello sería irreproducible a lo
largo del tiempo. No eran fotos de la destrucción ni de la desgracia. No. Tomé
fotos de aquella postración inédita, su languidez, de la oscuridad y la sed,
del calor, fotos de la paciencia y el desasosiego. Hasta del tenernos, de los
baños fríos a cualquier hora, de una brisita incipiente que en algún momento comenzó
a aliviarnos, de la inestabilidad y el no saber nada tomé fotos. Del temor. Luego
ya no tomé fotos de todo lo que empezó a surgir. Los huracanes los recuerdo
siempre como épocas suspendidas
de la vida, un tiempo de acción lenta y memorable que yo sé que un día, dentro
de muchos años, aún invocaré casi sin audio -apenas alguna palabra clave
lanzada entre escenas sin editar- como una película casera y vieja que solo
alguien de su tiempo insiste en observar.
Aún así, este huracán no tiene equivalente en mi memoria. Ya van seis meses que parecen seis años. Tengo luz desde noviembre. Una dice eso hoy día y te acusan de privilegiada. Hay algo ahí. Divago. Decía que van seis meses. Otro anciano murió en Morovis el día que se cumplió ese medio año. Necesitaba un respirador artificial y su comunidad está “sin luz desde Irma”, una frase que se ha vuelto la más extrema, realmente abominable.
Una de las cosas más violentas del mundo es tener que continuar la vida diaria sabiendo todo lo que ha pasado. Sabiendo que viejos y viejas han muerto de sed, de hambre, de falta de atención médica en nuestro país porque no hubo ayuda a tiempo. Eso no tiene perdón. ¿Quién va a hacerse responsable de lo que ocurrió aquí? ¿Cómo ha podido ser? ¿Eres de quienes se culpabilizan diciendo que lo hemos permitido? ¿O eres de quienes recuerdan que nosotros mismos, eso llamado “el pueblo”, “las comunidades”, “la gente”, fuimos los únicos que evitamos una hecatombe mayor? ¿Realmente podíamos evitar este desastre? ¿Cómo? ¿Convenciendo a alguien de otra cosa? ¿Escribiendo, repartiendo miles de boletines? Es cierto que los muertos hubiesen sido muchísimos más, de no ser por las miles de personas que se movieron aquí y allá para ayudar. ¿Pero y qué tal la gente que no estaba muerta pero ya vivía muy mal? Gente a la que se le fue el techo pero tú llegas a su casa y sabes que allí ya se malvivía, se subsistía a muy duras penas desde antes. Las ciudades son un fenómeno escondiendo la pobreza.
Aún quienes ya tenemos luz, todavía estamos resolviendo cotidianamente los efectos de ese y todos los huracanes subsiguientes. Pero este tampoco es el punto. Busco decir que esa película vieja, casi muda, no se me borra de la sensacionalidad. Hay un mareo, un vacío que vuelve bastante. A menudo regreso a ese tiempo suspendido, a los episodios lacónicos, a la incredulidad más lenta del universo.
Hace años vengo escribiendo sobre cómo la felicidad en nuestro país es un asunto cada vez más privado. Por años invertimos en ampliaciones de terrazas, barbacoas, sillas sobre sillas de plástico, hasta piscinas o parcelas cerca de la playa o el campo. Pero el punto es que invertimos en todo eso a falta de una inversión pública en proyectos colectivos.
Ahora, las ruinas de aquel país que fuimos dejando afuera nos subrayan esa condición de la parcela privada, de la felicidad a puerta cerrada, íntima, a cuentagotas, en que hemos vivido por años. Nuestras crisis (económicas, fiscales, políticas, sociales) ahora llevadas más allá del límite con los efectos de la negligencia crasa ante el desastre climático, son mucho más monstruosas que esas terrazas y marquesinas con sillas plásticas que habíamos armado. Ya rompieron puertas y ventanas, otras se colaron por las grietas y rendijas, pero inundaron nuestros aposentos. Nuestras crisis son fatales pero tienen algo peor que su propia naturaleza: una administración pésima, violenta, infrahumana, insostenible.
Al menos de mi parte, ha ocurrido lo que nunca pensé: ahora me la paso leyendo artículos sobre cómo evitar deprimirse con todo lo que está pasando (en el mundo, en EEUU, en Puerto Rico). Yo, que toda la vida hablé con tanto desdén de la literatura de autoayuda, ahora colecciono estos artículos, a mi (nuevo) entender valiosos. Para contrarrestar el pudor con entereza, he ido armando mis propios consejos, que compartiré con ustedes solo para darle a este artículo un tono un chin menos tétrico, una nota de futuro. Ojalá puedan añadir sus propias estrategias de autoprotección y lucha para otro presente.
Aún así, este huracán no tiene equivalente en mi memoria. Ya van seis meses que parecen seis años. Tengo luz desde noviembre. Una dice eso hoy día y te acusan de privilegiada. Hay algo ahí. Divago. Decía que van seis meses. Otro anciano murió en Morovis el día que se cumplió ese medio año. Necesitaba un respirador artificial y su comunidad está “sin luz desde Irma”, una frase que se ha vuelto la más extrema, realmente abominable.
Una de las cosas más violentas del mundo es tener que continuar la vida diaria sabiendo todo lo que ha pasado. Sabiendo que viejos y viejas han muerto de sed, de hambre, de falta de atención médica en nuestro país porque no hubo ayuda a tiempo. Eso no tiene perdón. ¿Quién va a hacerse responsable de lo que ocurrió aquí? ¿Cómo ha podido ser? ¿Eres de quienes se culpabilizan diciendo que lo hemos permitido? ¿O eres de quienes recuerdan que nosotros mismos, eso llamado “el pueblo”, “las comunidades”, “la gente”, fuimos los únicos que evitamos una hecatombe mayor? ¿Realmente podíamos evitar este desastre? ¿Cómo? ¿Convenciendo a alguien de otra cosa? ¿Escribiendo, repartiendo miles de boletines? Es cierto que los muertos hubiesen sido muchísimos más, de no ser por las miles de personas que se movieron aquí y allá para ayudar. ¿Pero y qué tal la gente que no estaba muerta pero ya vivía muy mal? Gente a la que se le fue el techo pero tú llegas a su casa y sabes que allí ya se malvivía, se subsistía a muy duras penas desde antes. Las ciudades son un fenómeno escondiendo la pobreza.
Aún quienes ya tenemos luz, todavía estamos resolviendo cotidianamente los efectos de ese y todos los huracanes subsiguientes. Pero este tampoco es el punto. Busco decir que esa película vieja, casi muda, no se me borra de la sensacionalidad. Hay un mareo, un vacío que vuelve bastante. A menudo regreso a ese tiempo suspendido, a los episodios lacónicos, a la incredulidad más lenta del universo.
Hace años vengo escribiendo sobre cómo la felicidad en nuestro país es un asunto cada vez más privado. Por años invertimos en ampliaciones de terrazas, barbacoas, sillas sobre sillas de plástico, hasta piscinas o parcelas cerca de la playa o el campo. Pero el punto es que invertimos en todo eso a falta de una inversión pública en proyectos colectivos.
Ahora, las ruinas de aquel país que fuimos dejando afuera nos subrayan esa condición de la parcela privada, de la felicidad a puerta cerrada, íntima, a cuentagotas, en que hemos vivido por años. Nuestras crisis (económicas, fiscales, políticas, sociales) ahora llevadas más allá del límite con los efectos de la negligencia crasa ante el desastre climático, son mucho más monstruosas que esas terrazas y marquesinas con sillas plásticas que habíamos armado. Ya rompieron puertas y ventanas, otras se colaron por las grietas y rendijas, pero inundaron nuestros aposentos. Nuestras crisis son fatales pero tienen algo peor que su propia naturaleza: una administración pésima, violenta, infrahumana, insostenible.
Al menos de mi parte, ha ocurrido lo que nunca pensé: ahora me la paso leyendo artículos sobre cómo evitar deprimirse con todo lo que está pasando (en el mundo, en EEUU, en Puerto Rico). Yo, que toda la vida hablé con tanto desdén de la literatura de autoayuda, ahora colecciono estos artículos, a mi (nuevo) entender valiosos. Para contrarrestar el pudor con entereza, he ido armando mis propios consejos, que compartiré con ustedes solo para darle a este artículo un tono un chin menos tétrico, una nota de futuro. Ojalá puedan añadir sus propias estrategias de autoprotección y lucha para otro presente.
1. Recordar
y honrar a nuestros ancestros luchadores. Ellas y ellos pasaron por mucho más
que esto. A los míos, los honro a diario. A veces es tan mala la situación, que
debo honrarlos a cada hora, en cada momento. Parte de honrarlos es también
consolarme con que no estén aquí sufriendo este tiempo tétrico.
2. Proteger
nuestras relaciones. Lo más preciado que tenemos son nuestras buenas relaciones:
el amor, la familia, las amistades. Hay que cuidarlas, darles el tiempo y la
importancia que tienen.
3. Organizar
la rabia, el dolor, la indignación. No actuemos a solas. Busquemos unirnos a
algún grupo u organización aunque sea pequeño o crea uno propio. Aporta tu
talento y tu malestar a una de las múltiples causas que nos han dejado las
crisis.
4. Puerto
Rico tiene hoy una lista larga de enemigos reales. Es importante ser críticos entre
nosotros pero, en este momento, enfocarse y no desperdiciar la energía es
vital. Hay que mantener los cañones enfilados hacia esos enemigos, no hacia los
amigos ni hacia la gente que lucha ni hacia organizaciones que a lo mejor no te
gustan o no te inspiran confianza pero que, definitivamente, no son los
enemigos.
5. No es
momento de aspirar a la perfección. Tampoco es momento de vivir vicariamente el
proyecto que siempre quisiste crear y no has creado, mediante la crítica
minuciosa y constante a un proyecto similar. Cada grupo y organización tiene un
rol, un propósito. No podemos pretender que esos roles y posiciones sean todos
los mismos ni que ciertos grupos asuman la agenda que nosotros entendemos deben
asumir. Cada quien va a actuar según su agenda y esta no necesariamente
coincidirá con las demás. Lo importante es poder buscar lugares lo
suficientemente comunes en esas agendas diversas.
6. En estos
días trato de tener más compasión con la gente cercana, con colegas, compañeros
e incluso con gente con la que difiero pero cuyo trabajo es importante y merece
respeto. De nuevo, a veces me pierdo pero trato de guardar toda mi ira y
malestar para atacar (de distintas formas) a los que atacan la integridad y
posibilidad de nuestro País.
7. Bajarle
2 (o 10) a la inmersión en las redes sociales ayuda mucho. De nuevo, hay que
guardar y enfocar bien las energías y las redes consumen demasiada, muchas
veces sin un fruto lo suficientemente sustantivo.
8. Hay que
buscar la esperanza donde sea que esté. Hay muchos grupos y organizaciones
haciendo una gestión extraordinaria. Apoyémoslos. Toda ganancia es buena y, si
crece o es constante, puede ser inspiradora.
9. Hay que
obligarse a hacer las cosas sencillas que a una le gustan y le ayudan a
sentirse mejor. Hacer ejercicios, ir a la playa, explorar la naturaleza,
caminar un poco para despejar la mente, subir una montaña, leer, tomarse un
café con alguien, hasta darte un baño largo.
Compartir lo que tenemos. Hay mucha gente pasando necesidad. En momentos así, es bueno pensar en la red de la araña. ¿Qué puedo hacer por esta persona para ayudarla a no caer? No hablo solo de cosas materiales. Hablo de apoyo emocional, atención médica (si eres médico o enfermera, por ej), acompañamiento, hacer comida de más y compartirla, pagar un café pendiente si puedes hacerlo.
Compartir lo que tenemos. Hay mucha gente pasando necesidad. En momentos así, es bueno pensar en la red de la araña. ¿Qué puedo hacer por esta persona para ayudarla a no caer? No hablo solo de cosas materiales. Hablo de apoyo emocional, atención médica (si eres médico o enfermera, por ej), acompañamiento, hacer comida de más y compartirla, pagar un café pendiente si puedes hacerlo.