Tengo un recuerdo
perfecto de mami a sus 39 años. Tenía el pelo rizo con unos tonos medio
anaranjados y revoloteaba por el apartamento de Santurce en unos pantaloncitos cortos,
creo que amarillos. Yo tendría 6 años y, desde el comedor, la inspeccionaba rigurosamente.
Recuerdo haberle mirado bien las piernas y haber sabido que aquellas eran unas “buenas
piernas”. También me fijé en su barriga y reparé en que era un poco grande en
relación al resto de su cuerpo; una barriga que ella nunca escondía sino que, por
el contrario, exponía. Recuerdo haber entendido la relación de aquella barriga
y la vida de mami: su afición apasionada por el lechón, por las frituras, la
comida árabe, el mangú, la cerveza, los amigos y el chinchorreo serio, el
original, cuando eso estaba muy lejos de ser una moda. Todo eso pensé desde
aquella silla de comedor, donde estudiaba a mi primera aproximación al mundo.
No tenía idea de
cuánto tiempo podía tomar formarse un cuerpo y una vida como la suya, así que quise
saber cuántos años tenía aquel nervio de la naturaleza que decía ser mi madre. “Treintinueve”,
me dijo, y siguió con sus asuntos. Yo -lo recuerdo como si acabara de suceder- pensé
que a esa edad entonces una mujer era feliz. Feliz y resuelta; feliz y libre.
Lo raro es que,
desde tan temprano en la vida, yo ya estuviera participando en esa evaluación exhaustiva
del cuerpo femenino. Las mujeres transcurrimos con el cuerpo. Si el tiempo es
la medida de la vida, la nuestra se mide desde y a partir de la carne. Un
hombre se hace hombre alcanzando una edad, viviendo una aventura, un viaje, un rito
de iniciación. Nosotras nos hacemos mujeres, no con el derecho sino con la
sangre. Y -a falta de o incluso además de ésta- con las tetas (mientras más
grandes más “mujer”). En el ideario social, esas marcas reproductivas (y su
gran efecto, la maternidad) son las que nos hacen ciudadanas adultas, visibles,
dignas de cierta (no demasiada) autonomía. Nos exponen en sociedad, al
principio siempre excesiva, incómodamente. Pero pronto llega el día en que ese
malestar, la extrañeza del cuerpo permanentemente expuesto al escrutinio y la
deliberación, se convierten en tu segunda piel. Y es tuya. Con esa luz
constante, con esa opinión comunal, haces más o menos lo que quieras y puedas.
Recuerdo a una de mis madres de la vida. Llegó un día a la oficina con la
decisión tomada: “Voy a ser una vieja”. Fue uno de los actos de liberación más espléndidos
que he presenciado. Nos contó que estuvo todo el fin de semana haciendo resaca
en el armario. En un momento dado, se encontró con un par de botas altas, a la
rodilla. “Me las compré hace mucho tiempo. Yo tenía como 45 años y soñaba con
ir al Waldorf Astoria en Nueva York con esas botas”.
Observó bien sus botas de gamuza, los rhinestones
formando una figurita alargada alrededor del tobillo, el taco alto, bastante
alto y muy finito. “Ahí fue que tomé la decisión”, nos reveló. “Estas botas ya
no son para mí. Se van”. Una amiga más joven se las ganó.
Recordé mucho este
cuento el otro día al comprarme mis botas a la rodilla, también con unos
poquitos rhinestones, para un viaje al frío. Deseé esas botas
con furor y las busqué por todo el ciberespacio, hasta que las encontré.
Vivir literalmente
a la sombra del cuerpo, a dios gracias nos faculta para explotarlo. Tanta
obediencia, tanta dedicación y disciplina para hacernos mujer tiene sus beneficios
marginales. A días de cumplir mis primeros cuarenta años en este mundo,
reflexiono mucho sobre el cuerpo, no faltaba más. He iniciado una rutina de
pesas, solo por si acaso llegara a ser cierto todo lo que dicen sobre la masa
muscular. Lo de la celulitis es curioso y es raro. Me observo constantemente en
cualquier espejo y veo cómo varían dramáticamente las ópticas según la luz,
según la distancia. Me cuestiono cómo la verá un ojo real en la vida real en
tiempo real pero la curiosidad no es tanta como para alcanzar a preguntar. Desconozco.
No me angustia. Hace exactamente cuatro años, siete meses y unos días hizo su
acto de aparición en mis muslos pero no acepté los siglos de sufrimiento, los
ríos de tinta y de sangre, los rituales dedicados a su exterminio, las telas
sobrepuestas, estiradas, trágicamente resignadas. Si -total- ni que fuera yo la
única víctima de este terrible mal sobre la faz de la Tierra. No, hermanas en
la fe. Hagan la prueba. Levanten sutil, sigilosamente sus faldas y mírense las
unas a las otras. Estamos juntas en este padecimiento como en todos los demás,
razón suficiente para no seguir sufriendo.
En esta víspera de
la entrada triunfal al cuarto piso, y a modo de repaso, no dejo pasar
inadvertido el tiempo consumido en depilaciones, promesas de mejoramiento (glúteo,
facial, ortodóncico), en teñidos de cabellera, pintadera de uñas, estiradera
ocasional de rizos, ejercicios todos de la mayor fe posible. Y eso que soy low key. Qué me dicen de esa cantidad de cosas indescifrables que
ofrecen por Internet: “Cavitación,
crioterapia, extirpación (no dicen de qué),
presoterapias,
dermoabrasión, vacumterapia, electro-estimulación, calor profundo, microdermabrasión,
reflexología, drenaje linfático, radiofrecuencia,
manta térmica, ácido glicólico, liporreducción, exfoliación en seco”. No
quiere una ni comprender de qué va todo esto. Es de terror.
Hago una búsqueda
rápida sobre cumplir 40 años. Hay muchas “enseñanzas”, “consejos” que ofrecen
las cuarentonas en su recién estrenado estatus de “sabiondas”: “Ámate y acéptate a ti misma”. “Alimenta
tu alma”. “Se auténtica”. “No comprometas demasiado”. “Viaja más” (este consejo me tiene arruinada, sin retiro, en plena crisis
económica) “No te compares con las demás”.
Los consejos seguramente
se los inventó un escritor fantasma muy promedio con un deadline apremiante. Pero me gusta ese estado respetado de la
sabiduría. Saber algo por fin.
Y -contrario al
clamor popular- me gusta saber que, eventualmente (no demasiado pronto), el
cuerpo cederá su protagonismo (ver para creer). Seguramente nos tomará tiempo
volver a encontrarnos en ese otro lugar, fuera de las piernas cruzadas, del
pecho profundo, de la barriga apretada y el culo parado. Fuera incluso de la
sangre y hasta de la memoria.
Pero un día quiero
llegar a ahí. Llegar y regocijarme. Llegar y regalar las botas de rhinestones a la primera muchacha que pase por aquí. Llegar y sentarme a hacer y escribir
exactamente lo que me dé la gana.