Por Mari Mari Narváez |
Marzo 2010 |
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Una frontera
Una frontera es un pedazo sutil de país. Y ésta -la única delimitación interna
de las Antillas mayores- como todos los bordes divisorios del mundo, es
híbrida, incierta. Ni siquiera el detalle del lenguaje determina el tramo
fronterizo de La Española.
El sol está que mata pero, aun así, éste no es uno de esos días que se vuelven
lánguidos en el Caribe de tan calientes. La prisa siempre prevalece cuando el
Padre Julio Acosta -Padre Julín- va a bordo y hoy no puede ser la excepción. La
velocidad mínima que permite el Padre es de 130 kilómetros por hora. Queda
claro que su fe es inquebrantable. Pero en el asiento de atrás, las agnósticas nos amarramos el cinturón y susurramos un ángel de la guarda por si acaso.
El Padre cruza esta frontera a diario, a veces múltiples veces. Es un hombre
pequeño, delgado y siempre sonriente. Un cura sin sotana, de ésos que inquietan
a los cardenales de capas y anillos. Es dominicano pero tiene acento creole
pues lleva más de 30 años viviendo y trabajando en la frontera.
El Padre Julín tiene las paradas cronometradas. “Yo voy”, exclama cada vez que
se baja de la guagua, como quien disfraza una orden. Está obsesionado con
ahorrar tiempo y por eso intenta impedir el curioseo excesivo de sus pasajeras,
a quienes debe llevar a Puerto Príncipe junto a varios cargamentos de agua,
casetas, comida, cosas que le encomienda el Comité de Solidaridad con Haití y
otras que recoge entre amigos y compañeros de las organizaciones a las que
pertenece, entre ellas, el Comité Monseñor (Arnulfo) Romero.
La ayuda tiene que llegar. Desmonta y monta mercancía en tiempo récord, se
pierde con sus paquetes por un rincón pero casi de inmediato reaparece en la
puerta de la guagua. Y antes de volver a montarse, ya está ordenándole al
chofer que arranque.
Nos habla profundamente sobre Haití. Lo conoce como a sí mismo. Como si fuera
su patria.
“Actualmente, Haití es un país ocupado por tres grandes potencias: Estados
Unidos en Puerto Príncipe, Francia en Léogane y, entre medio, las que parecerán
muy inofensivas pero no lo son: las ONG (Organizaciones no
gubernamentales)”.
En medio de este tramo de tierra semejante se alza un letrero casi profético.
“Yo también existo. Declárame”. Parece una escuela. Pienso que esas palabras no
pueden ser más pertinentes para los cientos de extranjeros que cruzan esta
frontera con la intención de llegar a Haití.
Las fronteras también son fugaces. Y esa sutilidad que las caracteriza, pronto
desaparece para dar paso a los pedazos más rotundos de país. Justo al cruzar la
franja simbólica, comienza la nada simbólica explotación de Haití: las montañas
cortadas profundamente, taladas por contratistas que se roban la cal por vía de
este crimen ambiental. La deforestación es inminente.
Puerto Príncipe
Puerto Príncipe es una ciudad vertiginosa, incontenible. El centro está lleno
de gente, mercados improvisados de alimentos, chucherías, caña de azúcar, agua,
refrescos y hasta ropa. Las casetas construidas con paños –que son los nuevos
hogares de los haitianos- están por todas partes. Miles de personas recorren la
ciudad. Hay incluso animales sueltos, especialmente cerdos y gallinas.
A exactamente un mes del terremoto de 7.3 grados en la escala de Ritcher que
destrozó la ciudad y otras partes del país, paradójicamente se percibe un alto
sentido de normalidad entre su gente. Aun dentro de los escombros, que siguen
intactos, como el primer día del terremoto, los ciudadanos vuelven a buscarse
la vida como mejor pueden. Ni una sola piedra parece haber sido recogida pero
hay una percepción de que la vida continúa. Al menos en apariencia, la tragedia
no parece que podrá detener a la gente de este país.
La basura es imponente en esta ciudad. Está literalmente por todas partes y en
cantidades industriales. Hay, incluso, canales de antiguos cuerpos de agua que
están repletos de basura. Esto es algo normal, no tiene que ver realmente con
el terremoto. Y a pesar de lo tremendamente impresionante que puede ser, del
mal olor y la amenaza que supone para la salud pública, todavía hay muchas
cosas más que hacen de ésta una ciudad impetuosa y seductora.
La pobreza está tan generalizada que es parte natural del panorama. No
alcanzamos a ver los bolsillos que supuestamente se salvan de la miseria.
Que Puerto Rico se sienta en Haití
En Puerto Príncipe nos alojamos con un grupo de médicos y religiosos en el
Noviciado de los Jesuitas, donde yace el campamento ‘Que Puerto Rico se sienta
en Haití’, del Comité de Solidaridad con Haití. El Comité ha contribuido a
diferentes proyectos en ese país pero, a partir del terremoto, ha concentrado
sus recursos en la brigada médica organizada por Iniciativa Comunitaria, que
ahora es parte de la red del Comité.
Organizaciones como la Liga de Cooperativas, el Colegio de Abogados, REDES,
Acción Social de la Arquidiócesis de Caguas, Iniciativa Comunitaria, Parroquia
La Providencia, Fundación Cívico Haitiana, Comité Monseñor Romero y Pro
misiones Sor Ileana, entre otras, han recogido más de $30 mil dólares en efectivo
y más de $100,000 en medicinas y equipo para viabilizar la brigada médica, que
visita a diario una comunidad en Haití para ofrecer servicios de medicina
primaria.
“En 2004, durante la actividad del bicentenario de la independencia de Haití,
REDES (antes, Guerra contra el hambre, Caguas) decide hacer un comité sólo para
Haití”, explica Magali Millán, misionera y trabajadora social que durante
muchos años fue presidenta de REDES y lleva años haciendo labor en Haití. “Se
crea entonces el Comité de Solidaridad con Haití para dar a conocer en Puerto
Rico la solidaridad, la situación cultural y social de ese pueblo. Pero en eso
vinieron las inundaciones (por los huracanes de 2008) y tuvimos que tirarnos a
recoger dinero”.
El Comité ha viabilizado económicamente proyectos como una biblioteca en
Gonaives, la construcción de unos buenos baños para Signos, un hospital de SIDA
y tuberculosis de las Hermanas de Santa Teresita, congregación haitiana
concentrada en el servicio. (El hospital se derrumbó con el terremoto pero no
así los baños, que quedaron intactos).
REDES, y en los últimos tiempos, el Comité, también lleva muchos años
colaborando con el Centro de Nutrición de las Hermanas de la Caridad en Cité
Soleil, uno de los barrios más grandes, más pobres y también más temibles para
muchos haitianos por sus supuestos niveles de violencia.
“La Cruz Roja nos llamó hace casi un mes”, cuenta Sor Cristina, una de las
Hermanas de la Caridad que trabajan activamente en el centro de nutrición de
Cité Soleil. “Nos pidieron una lista de los medicamentos que necesitábamos. Se
los dimos de inmediato. Hemos hablado ya cuatro veces con ellos y todavía
estamos esperando los medicamentos. Bueno, ya ni los esperamos. Hemos arreglado
con lo que nos envía la congregación internacional (de las Hermanas de la
Caridad)”.
Seguridad en lugar de humanidad
Por todas partes, el consenso es el mismo: la ayuda humanitaria extranjera
apenas se percibe. Durante varios días recorremos las calles de Puerto Príncipe
y pueblos aledaños y sólo encontramos una que otra fila de repartición de agua
o de algún alimento, sobre todo arroz.
El
Padre Pierre debe recurrir a la fe. A partir del terremoto, se ha formado en
los predios de su iglesia una comunidad-hacinamiento de unas dos mil personas.
Cientos de casetas hechas de paños se agolpan todas pegadas hasta formar un
gran hacinamiento. La prensa insiste en llamarles campamentos pero la pediatra
puertorriqueña Marisa Herrán, experta en el cuidado de niños y niñas en zonas
de desastre alrededor del mundo, nos explica que para que sean campamentos
tendrían que cumplir con unos requisitos básicos de higiene y seguridad que
apenas cumple un puñado muy pequeño de campamentos en Haití.
“Aquí la ayuda ha consistido de un pozo que abrió España”, nos cuenta el Padre
Pierre. “También trajeron algunas casetas y varias veces en semana un camión
trae 500 platos de comida que se acaban en un segundo pues -nada más en este
hacinamiento- hay más de dos mil personas pero también hay gente de la
comunidad allá fuera”.
Lo que sí es muy visible por toda la ciudad son los militares, tanto
estadounidenses como cascos azules de la ONU, montados en sus humvees. El país
parece, más que una zona de desastre natural, una de guerra, con cientos de
militares en las calles, portando más armas largas que leche.
Es claro que su tarea es más de vigilancia que de cooperación. Vimos a algunos
empujando e insultando a los haitianos en la calle y se pasean por la ciudad
cual si fueran sus dueños. La priorización de la “seguridad” por encima de la
ayuda humanitaria ha sido muy criticada, especialmente por las organizaciones
haitianas de base que, lamentablemente, se están ignorando completamente en el
proceso de ayuda pos-terremoto. Se teme que esto, junto al vacío casi absoluto
del gobierno haitiano, desemboque en efecto en una situación neo-colonial, como
muchos han denunciado.
Haití está silenciado
“Los haitianos no tienen estatus en estas conversaciones (pos-terremoto)”, ha
dicho asertivamente la investigadora británica Naomi Klein. “Se están
considerando como recipientes pasivos de una ayuda y no como participantes
dignos, íntegros, de un proceso de reparación y restitución”.
El economista haitiano y líder del Plataforma Haitiana de Cabildeo para un
Desarrollo Alternativo (PAPDA), Camille Chalmers, sostiene que “no aceptaremos
convertirnos en una nueva base norteamericana en el Caribe”.
Según el artículo Haiti: A Creditor, Not a Debtor, escrito por Klein y en el
que se cita a Chalmers, la cancelación de la deuda externa es un buen comienzo
para Haití “pero es momento de ir mucho más lejos. Hay que hablar de
reparaciones y restitución por las consecuencias devastadoras de la
deuda”.
Para Chalmers y muchas organizaciones progresistas, “hay que abandonar esa idea
de que Haití es un deudor. Haití es acreedor y es precisamente el mundo
occidental el que tiene graves atrasos con Haití”.
La deuda con Haití nace de cuatro fuentes, según el artículo. éstas son: la
esclavitud, la ocupación estadounidense, la dictadura y el cambio climático.
La deuda por esclavitud es bien conocida: Cuando Haití ganó su independencia de
Francia en 1804, “habrían tenido todo el derecho de reclamar reparaciones de
los poderes que durante tres siglos se habían enriquecido por el trabajo robado
a Haití (la esclavitud). Pero Francia, sin embargo, estaba convencida de que
eran los haitianos quienes habían robado sus propiedades a los dueños de
esclavos, rehusándose a trabajar sin paga. En 1825, el Rey Carlos X vino a
cobrar: 90 millones de francos de oro, diez veces los ingresos anuales de
Haití”. Haití tardó 122 años en pagar la deuda astronómica que la sepultó
inevitablemente en la pobreza.
La deuda de la dictadura recae en los más de $504,000,000 de fondos públicos
que robó el régimen Duvalier durante sus casi tres décadas de dictadura.
Mientras los haitianos aún esperan a ser redimidos con el dinero que les fue
hurtado, durante más de dos décadas han tenido que pagar al Banco Mundial y al
Fondo Monetario Internacional una deuda que asciende a $844 millones por
compromisos incurridos por los Duvalier.
La deuda del cambio climático es algo que defendieron varios países en
desarrollo durante la cumbre de Copenhagen. Establece que, “habiendo fracasado
en abordar la crisis del cambio climático que ellos mismos han causado, los
países ricos tienen una deuda con los que están en desarrollo. Estos últimos
han aportado muy poco al cambio climático pero, sin embargo, están enfrentando
sus efectos de manera desproporcionada. Haití es uno de los casos más
dramáticos. Su contribución al cambio climático ha sido insignificante. Sus
emisiones per cápita de CO2 son sólo un 1% de las de EEUU. Sin embargo, es uno
de los países más golpeados por el cambio climático”.
El país del dolor impregnado
Recorremos la ciudad de Puerto Príncipe junto a Sor Ileana Silva, hermana
puertorriqueña de la Caridad que en los años setenta fue misionera en Haití
durante cinco años.
Le pregunto si ha visto algún progreso desde aquella época.
“¿Progreso? Lamentablemente, no”, dice. “Las últimas veces que vine antes del
terremoto, había más juventud estudiando, eso sí. Pero el país sigue estancado
en la misma injusticia, en la gran indiferencia del mundo. No ha habido una
presión mundial por Haití. Ojalá y ahora ocurra. Ojalá”.
Etienne (nombre ficticio, a su petición) es un joven haitiano que habla
español. Trabaja en la MINUSTAH (Misión de Estabilización de las Naciones
Unidas en Haití) pero es un muchacho muy crítico, sobre todo de la ONU.
Consigue algunos víveres y los lleva personalmente a ciertas comunidades. Sabe
que la ayuda no llega.
De primera instancia, como la gran mayoría de los haitianos que vamos
conociendo, Etienne parece que está bien. Pero poco a poco va soltando. A las
dos horas, ya nos ha contado que, contrario al resto de la población, tiene un
techo, comida, incluso un carro. Pero está completamente solo. Toda su familia
vive en Estados Unidos. Su novia también se fue. Y a partir del terremoto,
Etienne ha perdido lo único que le quedaba.
Nos mete por una calle sin salida que desemboca en uno de tantos edificios
completamente destrozados, hechos piedra, por el terremoto. Viene aquí todos
los días, nos dice. “Era mi facultad. Ahí murieron mis amigos. Están
ahí”.
Por las noches, Etienne tiembla. Como todos los haitianos que conocemos a lo
largo de varios días, teme otro terremoto. “Como no puedo dormir, por las
noches, tomo. Es lo que hago. No puedo irme de mi país. Si no nos quedamos aquí
no lo sacamos hacia delante”.
La vida de la mayoría de los haitianos es mucho peor. Benet, por ejemplo,
espera sin prisa por un servicio médico sentada en un banco. Vive en una
sábana. Perdió a su hijo, perdió su casa, no tiene comida. Lo único que tiene
es la vida. Así son los testimonios por todas partes. Quien no perdió un hijo,
perdió un marido o no sabe siquiera cuánto ha perdido porque no ha podido
contactar a su familia extendida. Los que no perdieron su casa por completo, ya
no la habitan por miedo a que se les caiga encima a causa de las grietas. Es el
desamparo absoluto.
“Yo dejo mi corazón, mi persona a Dios, a la providencia, porque no tengo otra
esperanza”, dice Elandeile, joven madre de cuatro niños, sin un solo rastro de
drama en su voz, con una especie de resignación que, más que eso, es una
entrega absoluta al destino.
Los haitianos no gustan de regodearse en la tragedia. Son extremadamente
dulces, ninguno te niega un saludo, una sonrisa o un intercambio de palabras.
Pero el drama de sus vidas es tan excesivo que sus testimonios van al punto,
sin extenderse en el hondo y muy complejo espacio del dolor abonado al
dolor.
El escenario más hermoso del mundo
El día que se cumple un mes del terremoto, salimos a la calle y nos encontramos
con el escenario más insólito y más hermoso del mundo: cientos de personas van
rezando en grandes procesiones por toda la ciudad. Con pequeños ramos de
trinitarias entre las manos, lloran y honran a sus muertos. Pero sin lágrimas.
Bailando y cantando. Veo cómo levantan los brazos con esa euforia del
desconsuelo extrañamente intercalado con el gran regocijo de estar vivo.
Desesperada, apenas pudiendo apartar la vista del panorama tan sublime, ruego a
Sor Ileana que me traduzca algo de lo que cantan: “Jesús, mira mi carga”,
interpreta ella de inmediato. “Mi carga pesa… ¿quién me va a ayudar?”
Esta crónica se publicó originalmente en Claridad en marzo de 2010 y bajo el título Haití, con ojos de solidaridad.