Es posible que, en el fondo, todo esto me doliera más porque era el
día de Reyes. Y también porque es una crueldad saberse (y más que
saberse, asumirse, con ese agravante de la aceptación) obsoleta,
pasadísima de moda, una dinosauria en un mundo completamente nuevo.
Las niñas jugaban, hablándose entre ellas en un inglés que me sonaba casi perfecto. Como si no estuviéramos allí las dos adultas, se hablaban. La mía no se atreve a hablarme en inglés directamente. Y sin embargo, aquí estaba, expresándose con una soltura pasmosa, como si se hubiese hecho gente con el difícil. “Me voy, que ya me siento como en una mala película de Disney”, dije al aire, en un tono amenazante que no conmovió a nadie.
Entiendo algo de esta nueva práctica de niños y adultos de hablar inglés, especialmente en las redes sociales (casi siempre mal escrito). En medio de una conversación con una mentalidad en español, creo que el salpicón del inglés ayuda a atenuar el drama de nuestro vernáculo, por más que me duela admitirlo.
“Olvídate, nena, ésa ya la perdimos”, me dice resignada mi comadre mientras observamos la dinámica de las niñas. Ella, que es madre, sabe más de todo esto que yo, una simple tía. La miro como rogando una apelación, pero le leo en los ojos que está convencida.
Por poco me convence a mí también. Pero entonces, murió ayer el poeta argentino Juan Gelman. Vuelvo a pensar en las niñas, en la comadre, aquellas líneas bilingües cruzadas en noche de Reyes. Recuerdo cuando mi niña no hablaba. Observaba el mundo desde su cuna y, ante cualquier incomodidad, sólo podía llorar y gritar. Aprendiendo a nombrar el mundo en español, creció.
Entonces recuerdo también hace unos años, cuando cientos de personas fueron al Instituto Cervantes de Pekín a escuchar a Gelman. Olvídenlo. Seguiré siendo una dinosauria con esta perorata apasionada del español a cuestas. Y no me importa. Ni renunciaré a ello. Porque, allá en Pekín, cuando le preguntaron al poeta exiliado de la dictadura cuál era su patria, él no dudó un segundo: “Mi patria es mi lengua”.
Las niñas jugaban, hablándose entre ellas en un inglés que me sonaba casi perfecto. Como si no estuviéramos allí las dos adultas, se hablaban. La mía no se atreve a hablarme en inglés directamente. Y sin embargo, aquí estaba, expresándose con una soltura pasmosa, como si se hubiese hecho gente con el difícil. “Me voy, que ya me siento como en una mala película de Disney”, dije al aire, en un tono amenazante que no conmovió a nadie.
Entiendo algo de esta nueva práctica de niños y adultos de hablar inglés, especialmente en las redes sociales (casi siempre mal escrito). En medio de una conversación con una mentalidad en español, creo que el salpicón del inglés ayuda a atenuar el drama de nuestro vernáculo, por más que me duela admitirlo.
“Olvídate, nena, ésa ya la perdimos”, me dice resignada mi comadre mientras observamos la dinámica de las niñas. Ella, que es madre, sabe más de todo esto que yo, una simple tía. La miro como rogando una apelación, pero le leo en los ojos que está convencida.
Por poco me convence a mí también. Pero entonces, murió ayer el poeta argentino Juan Gelman. Vuelvo a pensar en las niñas, en la comadre, aquellas líneas bilingües cruzadas en noche de Reyes. Recuerdo cuando mi niña no hablaba. Observaba el mundo desde su cuna y, ante cualquier incomodidad, sólo podía llorar y gritar. Aprendiendo a nombrar el mundo en español, creció.
Entonces recuerdo también hace unos años, cuando cientos de personas fueron al Instituto Cervantes de Pekín a escuchar a Gelman. Olvídenlo. Seguiré siendo una dinosauria con esta perorata apasionada del español a cuestas. Y no me importa. Ni renunciaré a ello. Porque, allá en Pekín, cuando le preguntaron al poeta exiliado de la dictadura cuál era su patria, él no dudó un segundo: “Mi patria es mi lengua”.
No comments:
Post a Comment