Wednesday, January 23, 2019

Vivir en el tiroteo: entre el colapso y un torrente


Lo más espeluznante para mí siempre es cómo todo continúa como si nada hubiese pasado.

Últimamente me exalto menos con las ráfagas de tiros de madrugada, a veces a plena luz de la mañana. Son casi siempre semanales. A veces, diarias. Antes se me ponía el corazón a mil y me daban ganas de llorar. Todavía me asusto mucho y no me atrevo a abrir los ojos; siento que suben las escaleras y se van acercando. Pero ahora, a veces, ya no tengo ni que comentar lo sucedido. En casa ya sabemos. No hay que decir lo obvio. Lo terrible es ese silencio, los sonidos tenues de la normalidad a la que se vuelve después de cada ráfaga de lo que me dicen son metralletas, armas semi-automáticas, yo qué sé. No son pistolas como las que usaban los Ángeles de Charlie que yo veía de niña en los años ochenta, sometida a la dictadura televisiva de mi abuela. Esto es otra cosa. Pasan las ráfagas; todavía no sabes si alguien ha muerto, cuando vuelves a escuchar los carros recorriendo la avenida, algún gallo que canta a esta altura de Santurce pero, en general, el silencio del viento citadino.

Me sigue intimidando casi como el primer día el malanteo de la mañana en la esquina de mi calle; los muertos semanales que terminan apilados en el mismo barco de la sub-memoria colectiva, que muchas veces se reduce a un calce breve en una nota de novedades policiacas. Casi siempre es un muchacho el que muere. A veces ni siquiera lo nombran. No dicen mucho, excepto que a menudo se da por sentada su pertenencia al “bajo mundo”. Antes, el bajo mundo era por allá. No muy lejos pero en otra parte. Ahora el bajo mundo está más cerca. Pero es peor aún. Porque a todos esos muchachos los pintan como delincuentes. Randy Torres López, el de Fajardo que la Policía mató hace apenas unos días, lo pintaron como un gran criminal. Y ahora dice su abuela y otra gente de su barrio que estaba de espaldas y desarmado. Son muchos los casos como ese.

Pero matan al muchacho y todo sigue como si nada. El mismo sonido de fondo de todas las mañanas de tu vida. Te vas a hacer café y a buscar en las noticias si se reportan muertos. Laurita encontró uno frente a su casa un día en la calle de atrás. Se mudó. San Juan no está fácil.

Después te dicen que te relajes, que no hay una crisis de seguridad en tu país, que eso ha sido así siempre. Bueno, pues resulta que yo solo vivo una vez. No fui una mujer de 40 años en 1989. Soy esa mujer ahora. Ahora es que me toca y me duele y me aterra. Y escucho tiros prácticamente todos los días. Son parte de la banda sonora de mi vida. San Juan no está fácil pero no tengo intención alguna de vivir en otro lugar. Hay algo que tal vez no tiene nombre aún, esa sensación de acercarte a casa. Siento eso tan pronto cruzo el Caño Martín Peña en la autopista y veo esa línea de nubes y un cielo que siempre me deja sin aliento tras unos edificios muy familiares.

Lo que poco se dice es que los números de asesinatos se han reducido pero la población también. La tasa de homicidios de Puerto Rico es de 20 por cada 100,000, según medios de prensa extranjera. Cuatro veces mayor que en Estados Unidos, y más similar a países como México.

El porciento de casos esclarecidos el año pasado fue de 23% según se anunció recientemente. Hay regiones como la de Carolina donde es 11%. Si la Policía actuara legal y profesionalmente, podría ser efectiva contra el crimen pues “se les caerían” menos casos por arrestos, registros o allanamientos ilegales. Solo una policía profesional y constitucional puede atacar la impunidad de la delincuencia. Una Policía corrupta, represiva, misógina y violenta como la nuestra es uno de los grandes impedimentos para el desarrollo.

II.

Crecer se siente como una gran liberación. Y ahora pienso que, en un momento de la vida en que finalmente crecemos, cuando nos vamos liberando de tantos miedos, resulta que tenemos que adoptar otros nuevos, miedos compulsorios: el miedo a caminar por la calle ‘equivocada’, el miedo a ir al gimnasio o a hacer ejercicios por la playa, en el parque. Miedo a transitar la Baldorioty sin un chaleco a prueba de balas. Pero miedo también a no llegar a viejos, a no saber qué haremos si nos enfermamos o si se enferma alguien de nuestro entorno que carece de protecciones mínimas como un plan médico; miedo a no tener donde enviar a los niños a la escuela, a que los jóvenes no encuentren cómo pagar una universidad, a no saber hacia dónde crecerán los niños y niñas, que constituyen el grupo más pobre del País, más del 50%.

De verdad pregunto: ¿Cuántos niveles de diferencia existen entre el asesinato a tiros de un joven a plena luz del día y el régimen de austeridad cuyo saldo es que no haya servicios de emergencias médicas cuando alguien sufre un infarto, o el cierre de escuelas o el aumento de más de 100% de la matrícula de la Universidad pública, de la que miles de estudiantes tienen que darse de baja? No digo que una sea mejor que la otra. Ambas son tétricas, atroces; violencias post-límite. Pero la primera es un efecto agrandado de todas las demás. No digo que una sea más o menos dramática. Digo que, cuando hablemos de violencias, las nombremos todas. Que tanto me aterran unas como otras porque ambas atentan contra nuestras vidas.

Y digo que no, no es la misma violencia de siempre. La de hoy es una violencia del colapso, del desastre. No solo es una violencia expuesta, frontal, de causa y efecto. También es la violencia de un Estado al que le están fallando todos sus órganos vitales a la vez.

He dicho Estado y no País con toda intención. Porque mucho nos ha cambiado el país. Los países cambian, lo que pasa es que el nuestro no ha cambiado hacia el desarrollo sino todo lo contrario. Pero nada de esto, ni siquiera el miedo, me ha supuesto menos amor y devoción a nuestras islas. Donde hay lucha, hay vida y existe la posibilidad de una más grande y hermosa. Entre los tiroteos de Santurce también convive todo lo que más amo en el mundo: mi gente, el mar, la escritura, los libros, la calle, la música, el baile, las cervezas, la comida compartida, los cocos fríos.

La patria es un lugar profundamente emocional, personal. No puede llegar a ese lugar tan hondo la mano de un Pesquera, de unos buitres, de un asqueroso Trump. A mi patria no llegan las aves de rapiña. Juan Gelman decía “mi patria es mi lengua”. La mía es el arquetipo; una especie de sistema linfático que, como un río oculto, lleva el torrente de esta isla.



Esta columna se publicó originalmente el 23 de enero de 2019 en la sección Será otra cosa de En Rojo, Periódico Claridad. 

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