Si algo me fascinó de Madrid cuando
fui por primera vez en 1999, fue ver cómo las parejas -todas ellas- se besaban
todo el tiempo y por todas partes (de la ciudad).
Mi situación de extranjera
solitaria me permitía el morbo de observarlos con detenimiento y hasta
regodearme en el estudio espontáneo de sus motivaciones, grados de gozo y
habilidades. Juro que todos eran besos húmedos. Y que no le causaban pavor ni a
la viejecita más devota.
Pero en el Capitolio de nuestro
inaudito archipiélago, un beso es más bien un misíl, una declaración de guerra.
Un beso. Un besito solo -alegre,
simbólico, inofensivo- ha venido a interponerse en el futuro de nuestro Código
Civil. Cómo explicarle al mundo -con toda la seriedad, el contenido absoluto
que envuelve ese sustantivo- que los ojos vírgenes de nuestros legisladores no
toleran la imagen de dos hombres juntando sus labios en señal de paz.
Leía El Nuevo Día que “según De Castro Font, el beso en la
boca que su primo, el activista gay Pedro Julio Serrano, se dio con su novio en
una vista pública hizo que varios legisladores reafirmaran su oposición a las
uniones de hecho. ‘Le hizo más daño que bien’”.
Ante tanta ñoñería, no sé ni qué
pensar. ¿Sabrá el senador “auténtico” cómo se hacen los bebés, cómo se extinguen
las pasiones, cómo se sustenta un cuerpo?
Me imagino a los niñitos que van
de gira al Capitolio, consolándolo en pleno tour. “Señor, tranquilo, es sólo un
beso, ocurre todo el tiempo”.
Si esto ha logrado semejante
exaltación en los señores medievales, si ha amenazado hasta el estado de
derecho del País, se me ocurre una idea, un sueño, debo admitir: un chupete
masivo en las escalinatas del Capitolio. Un beso denso, extenso, pluralista. Un
beso de hecho que, cual vela frankenstiana, termine desconcertándolos,
fulminándolos con un ataque masivo de nervios y de frigidez.
Eso sí, me uno a la protesta de
Yara, mi colega de esta columna, aquella semana de los hechos y, esta vez, el
beso de lengua por favor.
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