Volvió de repente,
como una sorpresa extrema, ese día increíble del Sol.
Huyes
de alguna parte (una oficina, un café, la casa equivocada) y vas sin mucho
rumbo, pensando en pajaritos preñaos. Pero de pronto lo sientes, como un golpe
de fuego que se te quiere inscribir en la sien
(el mundo a veces trata de descomponerse). Levantas
la mirada buscando. Y te deslumbras. Como si nunca antes hubieses visto el
milagro de esa estrella masiva. El Sol ha vuelto a cambiar. Literalmente, de un
día para otro. Aquella claridad opaca de los últimos meses a las seis en punto
de la tarde es ahora la tarde más radiante del mundo. Cuando el Sol llega así
de esa manera, sabes que comienza una luz violenta, salvaje, que siempre
culmina en la orilla de un cuerpo. Un cuerpo de agua, quiero decir.
Y
pensar que estas pequeñas ceremonias están penetradas por el tiempo. El universo es infinito, escuché
siempre. Pero el profesor Altschuler lo lleva al extremo: “Es un lugar de
dimensiones inconcebibles, imposibles de imaginar”. Tanto, que cada día que
pasa crece más.
En esa
inmensidad impensable, brutalmente lejos, vive el Sol. Si viajáramos a 100km ph,
tardaríamos 170 años en llegar a él. Y sin embargo, nada en la naturaleza puede
exceder la velocidad de su luz. No lo digo yo, lo dice el Profesor en ese
hermoso libro, Hijos de las estrellas. Así, a pesar de las abismales
distancias del universo, un segundo es suficiente para que la luz del sol
llegue a la luna (¿existirá una paradoja más estupenda en toda la galaxia?).
Me remito a nuestras
puestas de sol. A esta certeza de que no existe quien no se quede sin aliento cuando, ante toda la
incredulidad del mundo, se va escondiendo tras el mar esa esfera dorada; el
astro más grandioso del universo. Me doy cuenta de que cada puesta no es
siquiera un instante en la vida de esa estrella allá en su dimensión infinita.
Entonces lo pienso bien; y me parece aún más sediciosa, aún más bella y vital esa
idea nuestra de celebrar la vida en cada vuelta alrededor del sol.
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