Colecciono noticias sobre
suicidios. Llevo años en eso, siempre pensando que un día voy a atreverme a escribir
una nota sobre ese acto oculto que tanto nos espanta y del que muy poco
hablamos.
Nunca olvido a aquella mujer que hace
unos años agarró en brazos a su bebé de un año y se tiró ventana abajo desde su
apartamento en Trujillo Alto. Ni olvido la sensación límite de impotencia cada
vez que alguien me confesó su deseo de suicidarse, el
miedo a la mortificada idea de decir una estupidez, balbucear un cliché inútil,
alguno de los lugares comunes más temibles del léxico. Cuando alguien te decreta
su deseo de morir, nace otra ausencia, el mundo trata de descomponerse y el
nombre de ese cuerpo desprovisto se te inscribe en la sien.
Las notas de prensa son parcas
como un telegrama. Mencionan el nombre del ‘sujeto’, el lugar y horario de los
hechos, la modalidad de muerte, todo muy puntual y genérico. Y una se queda con
sus preguntas, con ese trago espeso, con el letargo. Y una certeza muda, la culpa
afásica, innombrada, de que algo tuvimos que ver en esa historia que se construye
en la memoria mediática como algo remoto, personal, casi aislado.
El profesor Keating, de Dead Poets
Society, interpretado por el genial Robert Williams, decía que “la medicina, el
derecho, los negocios, la ingeniería son actividades nobles y necesarias para
sostener la vida. Pero la poesía, la belleza, el romance, el amor son las
razones por las que permanecemos vivos”.
La
riqueza o pobreza de una sociedad no se miden solo con indicadores económicos.
Se miden también en el sentido de la belleza, en el deseo, en la empatía y la
solidaridad colectivas.
Se estima que un millón de personas en el mundo se suicida cada
año. En Puerto Rico, en 2014 ya han sido más de 99. La pregunta se nos impone. ¿Cómo se construye una
sociedad para la vida?