De nuevo esta fecha tan extraña. 4 de julio, un día que siempre trata
de borrarse en alguna playa atestada de gente. Este año lo pasamos ante la gran
pantalla del Mundial. El fútbol en estos días es un gran lenguaje para acercarse
al mundo.
Este día siempre me es agridulce. No importa que haya pasado toda mi
vida en esta misma circunstancia, todavía no entiendo cómo es posible que, a
estas alturas del siglo XXI, no seamos un país independiente. Todavía siento el
malestar diario de tener que llevar una vida de adulta, con todas las
libertades y responsabilidades que ello conlleva mientras, simultáneamente, debo
vivir en esta eterna infancia política. Hay algo muy atroz ahí. La paradoja es
perversa. No es tan clichoso reclamar el trasunto kafkiano. Vivimos tratando de
encontrarle significado a este “proceso” impuesto, tan invasivo y tenaz. Su propia
prolongación marañosa nos consume a diario sin llegar a comprenderla nunca, sin
la posibilidad de avanzar, de culminar, de deshacernos de ella y arribar a un
estado más alto.
Si algo tienen en común todos los equipos que participan en la Copa
Mundial es un día de independencia. En honor al mejor lenguaje colonial, tras
sus gestas libertarias, de ser terroristas según sus imperios, ahora cada
pueblo tiene a sus mártires, héroes y heroínas de ‘la Patria’. El próximo será
Cataluña, cuya independencia ya se vislumbra inevitable y marcará el final retrasadísimo
de la colonización española.
Por eso me está gustando tanto este Mundial, porque es ver al fin, en el
sofisticado lenguaje del fútbol, las pequeñas justicias simbólicas del mundo.
Los grandes han ido quedando atrás. Las viejas colonias, Costa Rica,
Chile, Colombia, Argentina, Brasil y Uruguay derrotarían paciente,
suculentamente a los colonizadores. Cayó España, cayó Inglaterra, cayó Portugal
y ahora cayó Estados Unidos.
En un once pa’ once, en un solo cerco y en un solo lenguaje: el de las
patadas. En este día, así es que me gusta almorzarme al imperio de mi vida.
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