Wednesday, October 15, 2014

Devastación


“Yo también existo. Declárame”. Volví a pensar en ese letrero profético, alzado sobre una escuelita en el camino fronterizo entre República Dominicana y Haití. La determinación de la Corte Constitucional dominicana de negar la ciudadanía de miles de personas nacidas de trabajadores inmigrantes haitianos desde 1929 me lo hizo recordar. 

Pensé también en las obsesiones de mis profesores de Historia, siempre desenterrando cosas viejísimas. Por Juan Giusti Cordero conocí las Devastaciones de Osorio. 1605. El rey de España ordena al gobernador de La Española, Antonio de Osorio, devastar la parte occidental de la Isla y trasladarla más cerca de Santo Domingo.

La palabra lo dice todo: devastación. A fuerza de fuegos, de guerra, de muerte, toda esa tierra fue despoblada. En ese entonces, la Española era prácticamente tierra de nadie, o más bien de contrabandistas. España concentró su poder en las colonias continentales y había perdido control en las Antillas.

Vacía y devastada, eventualmente los franceses tomaron posesión de esa tierra. Y nació la inmensa Haití, que dos siglos después sería la primera nación libre de América Latina.

La historia de este pueblo ha sido de un dolor extremo, de una crueldad insospechada que ahora sólo vuelve a institucionalizarse con la decisión fratricida de República Dominicana.

Yo, ciudadana puertorriqueña (y estadounidense por imposición sádica), imagino una ciudadanía expansiva de las Antillas. Que, en vez de frontera imperial, el Caribe sea un lugar donde se renominen las nacionalidades, donde podamos transitar libremente para hacer lo que todo el mundo en esta vida quiere hacer: amar, trabajar, construir.

Los haitianos son la gente más dulce e inmensa que he conocido. El día que se cumplió un mes del terremoto de 2010 fue uno de los más importantes de mi vida. Allí, en Puerto Príncipe, vi el escenario más insólito y hermoso del mundo: cientos de personas en procesión. Cargando pequeñísimos ramos de trinitarias, lloraban y honraban a sus muertos. Pero sin lágrimas. Bailando y cantando.

Los vi levantar los brazos con esa euforia del desconsuelo extrañamente intercalado con el regocijo de estar vivos. Y recuerdo su canción: “Dios, mira mi carga. Mi carga pesa… ¿quién me va a ayudar?”

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