Últimamente, cada cierto tiempo, vuelvo a vaciar las pocas cajas que he mantenido conmigo a lo largo de varias mudanzas en los últimos años. Sigo empecinada en encontrar una foto olvidada, escondida, que pueda decirme algo nuevo sobre mi vida con mami.
Tal vez una de las peores partes de la muerte a lo largo del tiempo sea esta eterna repetición. Pasan los años y no hay memorias nuevas. Sigues repitiendo el mismo ritual: ver las mismas fotos, rememorar las mismas palabras, imaginar las mismas escenas. Una y otra vez. De tanta repetición, la memoria se va volviendo un operativo obsesivo.
Tal vez por eso a veces, contra toda razón, agarras el teléfono para llamarla. Aunque hayan pasado ya diez años y lo tengas muy claro y hayas aprendido a vivir con ello. Pues no. De repente un día agarras ese teléfono intuitivamente, le impones un dedo y, rápido, al instante, te das cuenta. Y cortas la comunicación. Y sabes que no puedes pegártelo al oído, que sería inútil. Pero te lo puedes pegar al pecho, puñeta. Aunque sea un cabrón segundo, al pecho. La soledad del mundo en tu pecho por un segundo.
El otro día miraba a una chamaca de 27 años y me di cuenta de lo joven que era cuando perdí a mami. De la fugacidad. De la pesadísima valentía -la intrepidez- de atravesar cada día sin esa primera línea de defensa personal, sin esa guerrera, sin esa gestora de la locura.
Diez, once años después, un día como hoy todavía soy apenas un pedacito de mujer, una niñita, un animalito frágil, tembloroso, ante el precipicio monumental de su pérdida; ante la violencia de una sola inexistencia. Pero eso también es una forma de honrar la vida.
A mi me pasa con mi hermano Papito. Muy bueno
ReplyDeleteGracias , Mari Mari, es así. Así mismo, después de 33 años sigue así...
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