No hablo de la tristeza de irse por su efecto directo en la economía ni en la sociología ni en la producción de bienes ni en la base contributiva exactamente. No es cuestión del País aunque piense obsesivamente en él. Mucho. Todo. No voy a decir “el país pierde mucho cuando te vas” ni “el país sigue perdiendo talento”. Hablo de otra cosa.
Ya sé que la diáspora, que el trasnacionalismo aportan un mundo. Que se movilizan, que viven emocionalmente aquí. Sé del Puerto Rico que montan allá, que escriben y se comunican y vienen muchísimo, que circulan. En fin, que “aportan”. Es lo que dice últimamente todo el mundo: “aportan”. Estipulado todo.
Pero hablo de lo que se pierde cuando no se está. Quién contabiliza eso. Poder salir a la calle en chancletas a hacer cualquier cosita sin importancia. O salir a tomarte un café, o a nada, a caminar sin rumbo. Encontrarte con la gente en el bar de la esquina, darte una cerveza, terminar un día en la playa sin saber que ibas para allá.
Se van los amigos, la familia. Con el último anuncio me detengo, respiro. Pondero esta situación porque siento la espina de un no sé. Me obligo a buscar la pista justa; qué es esto para una que se queda. En esta transacción hay, envuelta, una promesa de soledad. La sensación -realmente la certeza- de tener un aliado menos, no en lo político, ni siquiera en lo sociológico, mucho menos en lo cultural: En la cotidianidad. En eso que, me he convencido, es el paliativo de primera necesidad, constante, pequeño, de la crisis. El trasnacionalismo, las tremendas aportaciones de la diáspora no me aplacan ese precipicio.
Navegar un país en crisis requiere astucia y empeño. Sobrevivirlo emocionalmente con la mayor entereza posible requiere de muchos pequeños rituales de la cotidianidad. Café, por ejemplo. Mucho, beberse todo el posible es lo más indicado. Con azúcar morena, poquita, y la leche bien hervida. No cafés tibios, no cafés pálidos. Hirvientes, oscuros. Le salva la vida pequeña a cualquiera pero hay algo más en esa ecuación. El ritual del café sola es un gusto sofisticado. Pero el café que llega a la cama con un amor (hombrón, mujerón, a su preferencia), ese redime esta crisis económica todos los días, esta regresividad, esta incertidumbre.
Para ir cambiando un poco el tema, si yo tocara fondo, me aferraba a tu café de la mañana. Pagaría con él. Ésta y cada una de las deudas. Hasta el último grano.
Aunque, para ser honesta, llevo años con una sola imagen (radical) cada vez que se me ha cruzado la posibilidad de irme yo también: la del coco frío y la alcapurria de jueyes con mucho pique frente a la playa de Vacia Talega. Hay algo ahí. Una noción muy poderosa y simple de felicidad. Si me preguntas, para mí la felicidad es beberme ese coco, tragarme el salitre, ingerir esa grasa divina frente a una playa justa. Si hablamos de riquezas, de patrimonio y capital de bienestar; de valores, de créditos, de deudas impagables, el mar, coco con whisky y alcapurria de jueyes con mucho pique is the way to go. La riqueza es el acceso a la vida, a la playa, al sol y a los placeres sencillos, auténticos, los que en nuestro pequeño país podemos encontrar sin muchos medios ni recursos ni planificación, en chancletas, ‘shores’, pelo suelto y carretera. Los economistas le llaman capital de bienestar, calidad de vida, indicadores de no sé qué. Yo le llamo devoción linfática, sentir la sangre donde pongo el deseo y el amor.
Sufro en extremo la partida de amistades a quienes ni siquiera veía demasiado a menudo. No importa. No quiero que nadie tenga que irse. Quiero que nos quedemos todos aquí, viviendo la destrucción, muriendo un poco todos los días pero conspirando y tirando golpes al aire juntos.
Mi caos es mi caos, repito a menudo. Además, ocurre que si recorro las montañas, cierta costa aún escondida de este país, si entro por una calle sin salida o encuentro un colmado viejo, vacío, en el camino, hay algo allí que yo comprendo: un arquetipo, información (¿sanguínea, linfática, radiográfica?) de esta especie de campo (¿cuerpo?) magnético nuestro. Si me meto por donde no debo, sé salir, librarme de algo.
Sólo aquí sé por dónde meterme, de qué gentes y lugares huir, sé exactamente dónde residen el pánico y la dulzura, el mar real, profundo, salvaje y el mar-postal, el mar-hotel. El monte verdísimo, bestial, aislado cual isla sobre isla, su vida mísera y simple. Y el monte chic, los Jájomes y los Cerros de las Mesas, donde las alcapurrias son pequeñitas, ínfimas, platos exóticos de coctel.
Tengo, incrustado en la devoción, un mapa perfecto de este archipiélago. Sé que tú también. Eso, allá, acá, por todas partes de este país ultramarino, diaspórico, errante, es lo que hay que defender.
Publicado en Periódico Claridad el 30 de marzo de 2017.
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