Friday, March 26, 2010

Encanto


A fuerza de trucos, esta ‘aplicación’ del Iphone promete transformarme en una Angelina Jolie o Penélope Cruz. Otra más macabra me insta a descargar una foto mía para entonces revelarme un nuevo ‘yo’, pasado por el crisol de un ‘face lift’, unas agujitas de Botox, un levantamiento de pómulos digital.

Atravesar el día es un desafío de grandes proporciones y no sólo por las premuras de la vida. Se abre el periódico y, antes de enterarse de los asuntos imperiosos del país, se entera una de cómo vestirse, peinarse y -peor aún- “actuar” para parecer más sensual, más joven y más delgada, los tres grandes imperativos femeninos de la modernidad.

En el acto íntimo de abrir el correo electrónico, se topa una con la perversidad de turno: la felicidad es unos zapatos con un tacón cada vez más alto, más fino, más imposible. Una nueva sombra cambiará tu vida, un perfume te otorgará supremacía en la seducción.

Ya me aburre esta ofensiva. Paso de ella no sin perjudicarme del todo pero con un desafecto saludable y bastante sentido del humor. Pero pienso en mi co-pilota, una niña de siete años. He hecho mil malabares por protegerla de esta cacería pero ahora anda con un kit de maquillaje con más sombras de las que yo he tenido en tres décadas. Se las combina con la ropa. Traje blanco, sombra blanca, ese tipo de cosa. Me río mucho pero no digo nada. Un día sabrá que es un poquito más complicado que eso.

Pienso en el anuncio de las sombras que te cambian la vida y me pregunto si un día ella podrá reírse de todo esto sin caer tan rendida, tan cautiva.

En uno de sus cuentos, F. Scott Fitzgerald dice: “Cuando una chica siente que está perfectamente arreglada, puede olvidarse de esa parte de ella. Eso es el encanto. Mientras más partes del cuerpo puedas darte el lujo de olvidar, más encanto tienes”.
Cruzo los dedos porque la niña -encantadora sin olvidarse de nada- aprenda a burlarse, no sólo de los diarios y los anuncios sino, incluso, de la buena literatura.

Tuesday, March 9, 2010

Antonia



Observo la breve pregunta casi a diario. Está escrita a lápiz, en el borde de una obra de Nelson Sambolín que está en la sala: “¿Qué se hace con los recuerdos?”, dice el artista en un homenaje a la demencia.
Se temen muchas cosas en este mundo terrorífico e hipocondríaco: perder un seno, un hijo, un amante. Pero he visto que, cuando la gente se va poniendo vieja, lo más que temen es perder la memoria.
En una vida larga, siempre llega el día en que el cuerpo pierde hegemonía. El recuerdo, sin embargo, es la posesión más íntima del ser humano: el cúmulo de la vida. Evocar es una manera de volver a vivir y los viejos lo saben. Por eso pueden pasar horas rememorando como quien ratifica así su presente. Un anciano puede olvidar las cosas de su día a día pero nunca olvida los fundamentos de su vida, dónde y cómo aprendió sus grandes lecciones.
Por eso me intriga el proceso de cómo un país prescinde de su memoria. Ayer se conmemoraron los 40 años del asesinato de Antonia, aquella joven universitaria que, desde su balcón, gritó ‘abusadores’ a unos policías armados que golpeaban a un grupo de estudiantes. Su valiente indignación le costó la vida cuando uno de los policías -nunca se supo cuál- la asesinó con un disparo en la cabeza. El de Antonia fue uno de los primeros crímenes políticos de una época que atestiguó demasiados.
Esta semana los periódicos anunciaban que “el independentismo” conmemoraría el martirologio de Antonia. Parece que el resto del país está exento del recuerdo. Como si el asesinato político no fuera el crimen de odio que más vidas ha tomado en Puerto Rico.
A cuarenta años de su asesinato, nosotros, los que no olvidamos, volvemos a atacar la demencia nacional, esta amnesia selectiva de un país que no se olvida de los especiales del shopper cada jueves pero sí de sus jóvenes sacrificados.
Mientras tanto, para combatir la muerte y el olvido, nos amparamos en la promesa de esa bella canción de El Topo: “Antonia, los pueblos no perdonan. Un día esta ley se ha de cumplir”.

Tuesday, March 2, 2010

Mitómana

-Antes que todo, no hay nada que puedan decirme. Será mejor mirar el mar y eso…
Las ocho nos observamos.
-Tati te tiene un poema, dije.
-Tati es mitómana, sentenció.
Por 41 horas nos había observado con esa rabia, sin palabras. Ahora ésto.
Tati evadió nuestra mirada con una naturalidad inconcebible mientras escarbaba la arena con sus nalgas haciéndose de un lugar para sobrevivir lo que se avecinaba.
“Chica, me dejas fría”, alcancé a pronunciar antes de aquel silencio tan espeso, tan cabrón.
“El poema es una mierda”, rompió ella. No dejaba de mirar el mar.
“Y se lo copió de él”.

Les petits dictateurs


Todo ha sido muy hermoso. La gente, conmovidísima, comenta la belleza de la “solidaridad internacional”, especialmente la más mediatizada: ese caudal esplendoroso hollywoodense al servicio de Haití.
Sarkozy, el presidente-celebridad de Francia, aterrizó brevemente allí con su enorme cara de lechuga, a anunciar una “ayuda” de 326 millones de euros. Los medios, condescendientes, la han denominado como visita “histórica” en lugar de “histriónica”.
En el siglo XIX, para que Francia aceptara su independencia, Haití debió pagarle 46 veces la cantidad que ahora anuncia Sarkozy como la gran cosa. Ese pago exorbitante, violento, hundió al primer país libre de América latina en la pobreza terminal en que hoy está secuestrado.

Camisetas ‘chic’ por Haití, ‘We are the World’, maratones artísticos. Hermosa solidaridad del mundo.
Lo que no saben los entusiastas observadores de la compasión humana es cómo en Puerto Príncipe no parece haberse levantado una sola piedra ni se ven vehículos de remoción de escombros en las calles; cómo la multi-millonaria ayuda humanitaria apenas se percibe a lo largo incluso del centro de la capital. Tampoco saben cómo el país parece, más que una zona de desastre natural, una de guerra, con cientos de militares en las calles, portando más armas largas que leche.
También desconocen la arrogancia e indolencia, no sólo de los militares que tratan a los haitianos a empujones e insultos sino de los propios ‘blanquitos’ de la ONG’s, algunos de los cuales parecen más militares que cooperadores. Tengo fe en que han de ser los menos pues sé que hay gente inmensa allí haciendo un trabajo aún más inmenso. Pero los supuestos cooperadores que actúan como pichones de dictadores gritando y humillando a los haitianos a cambio de migajas de ayuda y actuando como si fueran los dueños del lugar, deshonran el trabajo de esas personas bondadosas, misioneros reales, que están allí por las razones correctas y en la actitud correcta.

El padre Julín Acosta, uno de los hombres más grandiosos que conocí allí, lo tiene muy claro: “Actualmente, Haití es un país ocupado por tres grandes potencias: Estados Unidos, Francia y, en el medio, las que parecerán inofensivas pero no lo son: las ONG”.

Monday, March 1, 2010

Homicidas


Siempre hemos asesinado a los haitianos. Para los países que le rodeamos desde el relativo confort, el terremoto tan sólo ha abierto la herida enorme del sentimiento de culpa, de la inacción disfrazada de impotencia, de la verdadera inmoralidad.
Una de las cosas que más me impresionó en la escuela graduada de Periodismo fue algo que aparecía en un libro de texto como un hecho: mientras más oscura es la piel de la gente, menos valor tienen en la jerarquía noticiosa de las empresas periodísticas. Es espeluznante, decían nuestros profesores. Pero no por eso menos cierto. Todavía, cada vez que lo compruebo, me impresiona muchísimo.

De vez en cuando -casi siempre tras una catástrofe- salen en la prensa las historias brutales sobre la supervivencia de Haití. Tras los fuertes huracanes de 2008, los medios daban cuenta de las galletas de lodo con que se alimentan los niños allí. ¿Qué puede ser más violento y más perverso que, a tan sólo 300 millas de nuestro país, la gente coma galletas de barro mientras nosotros botamos toneladas de comida? No sé en Puerto Rico pero, en Estados Unidos, se botan 100 billones de toneladas de alimentos cada año, según los datos más conservadores.

Leo los detalles sobre la nueva muerte de Haití mientras tomo un café con tostadas. Observo a mis vecinos de mesas pasar las páginas igual que yo, y pienso que en este acto hay un homicidio compartido. ¿O acaso pasar la página de los niños haitianos y seguir en lo nuestro no es virtualmente lo mismo que asesinarlos?

No hay algo más terrorífico que encontrarse en la temeridad ajena. Mirar el periódico y, en la peor de las noticias, viendo esa manera fatal que tiene el mundo, encontrarse; saberse parte de la atrocidad. Pero no son cosas que se quieran compartir realmente. Cuando una se halla en el terror ajeno, no se levanta y va donde el cónyuge a decirle sutil, livianamente: “Yo también maté a ese niño”.

No, una se da cuenta, se lo dice a sí misma en sigilo, siente la soledad terrible y luego pasa la página una vez más.