La primera vez fue todo tan
sutil. Era una hora clara, cuando aún el aire no se espesa. Cuando quedan
promesas. Tomaba un café, porque si algo recuerdo es ese desasosiego del
vientre, del esófago o no sé qué. Eso que va como implosionando y que a duras
penas manejo taza por taza.
Lo digo, que a aquella hora
todavía no se posaba sobre el cuerpo todo ese peso del mundo. Entonces sentí
algo dulce. Suave. Pero no sabía realmente. No es que sepa demasiado.
Reparé en aquello, que era casi
una melodía aunque tan y tan pequeña. Al principio era invisible. Algo que se
sentía más que escucharse, más que verse. La ignoras por algún tiempo pero más
bien porque no la adjudicas, apenas tomas nota de su presencia realmente. Pero
siempre llega el momento en que te detienes, en que te preguntas algo, en que
te propones –quién sabe por qué- saber algo más.
Lo digo sin miedo a parecer
ridículo: era como un soplo de algo, una pequeñísima inspiración. Por eso
quería verla, buscarla, encontrarla.
No era distinta ni única sino,
precisamente, común. Una vez reparas en ella, cuando ya le dedicas algún
pensamiento, puedes identificarla como se identifican las rosas entre todas las
flores de un jardín.
Lo fui dejando todo: el trabajo
del día, las tareas. No diré el aseo porque no quiero salirme de perspectiva.
Llegó el momento en que no podía sino buscarla. Buscarla y beber mi café, que
es como decir buscarme el aliento para seguir buscándola.
No fue difícil encontrarla en uno de los
rincones de la casa, donde ya había empezado a dejar su pequeño rastro. No
niego mi enardecimiento. No es un secreto que soy un tipo solitario. Por
decisión propia. Pero aquella presencia sencilla me provocaba algo. Algo, sí, indiscernible.
Pero también monstruoso.
Cambié los muebles, la oficina
realmente, para estar más cerca. Sólo por ella, por su cercanía, abandoné la
ventana ventosa y soleada. Lo hice sin pensarlo. Y sin que me pesara.
Lo sabía, que tendría que
acostumbrarme a sus maneras pero mi disposición ya estaba inscrita en un lugar.
Yo ya no elegía; ahora tenía una dirección casi natural. Y quiero aclarar en
este punto que exagero. Pero no lo hago por derroche. Es parte de mi
sintomatología. Para mí es vital esta exageración. Sólo así siento una pasión.
Dicen que un hombre puede cambiar cualquier cosa de sí mismo. Excepto su
pasión. Y la mía es absurda, puede que hasta maníaca. Pero no por eso es menos
pasión.
Revoloteé un tiempo, con esa
incertidumbre de las tardes, la pesadez que va registrándose en el pecho, la
garganta, la boca. Un aura, eso. Es como el que vomita conejos, que sabe
exactamente cuándo es que le va a salir el primero. Yo sabía cuándo llegaba
toda la densidad porque el esófago o algo por allí se me ponía pesado, latente.
También a mí me da ese deseo muy leve como de vomitar aunque no conejos. Nunca
conejos, a dios gracias. (He escuchado que eso sí es terminal). Pero es que
-además- todo se carga terrible. Como las nubes cuando se llenan de humedad. No
se escucha nada, no dejan caer aún una lluvia, no ves salir algo de alguna
parte pero sabes que está todo lleno de todo. Que no puedes con el peso de ti
mismo. Cuando estoy así y ya he bebido todos los cafés que en un trago forman
el mundo, a veces entonces enciendo un cigarrillo. Pero en eso sí que no quiero
entrar ahora.
Ya luego todo volvió a la
normalidad. Estuvimos muy adaptados, diría que hasta felices, por algún tiempo.
Un tiempo, por cierto, bastante largo, bastante generoso. Había algo. Como una
felicidad pero menos. Porque decir felicidad es una exageración. Tal vez fuera
un bienestar, una melodía muy callada, un estado de cierta paz escondida.
Bueno, no sé, seguramente vuelvo a exagerar. Sé que no había correspondencia de
nada, un intercambio, no. Eso hubiese sido imposible, lo tengo claro. Y sin
embargo, no sé cómo decirle que me dejé llevar, no sé si por la locura, no sé
si por la seducción de aquel cuerpo sin peso, de aquella compañía sonora, de
aquella existencia de una inexistencia palpable. Si la ansiedad es monstruosa,
la paz lo es aún más. Mil veces más.
Pero quisiera (o más bien es
imperativo) pasar a lo próximo. Usted debe estar ya casi por dormirse, si es
que aún tengo el privilegio de contar con su atención. Total, lo sé, que esto
no lo leerá nadie. No sé por qué me paso el trabajo de escribirlo.
Era impredecible, tendiendo
demasiado a la irregularidad. Estaba uniforme, todo estable y, de momento, se bifurcaba. Y ya asumiendo más
consistencia, un espesor, lo tomaba todo a su alrededor. De momento era sutil. De
momento no tanto. Tomaba tiempo descifrarle sus ademanes, sus recorridos. Pero
yo, tristemente empecinado por aquellos días en la belleza de las cosas, me
dispuse a buscarle el sentido, a ordenar el caos que empezaba a ser nuestra
vida juntos. Me detuve a observarla con minucia, a escucharla, a ver cómo, en
un instante, se separaba de sí misma, se desparramaba, volviéndose primero
humedad; y con el tiempo, laguna tenue.
Pero siempre pasa algo con el
tiempo. Y en esa sucesión, un día empezó a dejar de ser diáfana, delicada como
un primer día. Comencé a reparar cada vez más en sus nimiedades, en esos
sonidos suyos; a saber que todo en ella empezaba a ser una gran repetición, una
redundancia que con cada intento se volvía más torpe, y luego más amarga.
Empecé a sentir que podía
enloquecer si no me esmeraba en ignorarla un poco, en volver a concentrarme en
cuestiones mejores. Pero acaso ya era tarde. Ya se había vuelto incesante,
insufrible. Abominable, eso. La sentía cada segundo, anunciándose al contacto
con ese artefacto que dispuse para ella en ese lugar estratégico demasiado
cerca de mí.
Después de varias semanas de
estudio, llegué a la conclusión de que el 33% de las veces, caía fuera del
recipiente. De ahí el lapachero. De ahí que se mojara la alfombra y luego toda
esa parte del suelo. De ahí que el piso, en una noche, dos, nueve, treinta, no
lo sé, se llenara de moho. Tanto que, al cabo de unos días -o ni siquiera
tantos, no lo sé, ya aquí había perdido la noción de las cosas- escondí la
mancha inmensa con una butaca enorme que desentonaba todo pero también lo
encubría.
Llegué a verme completamente
desencajado, descentrado por esta pequeñísima situación que, en su momento, se
me escapaba literalmente de las manos.
Ya no. Ya no paso por ahí. Doy
pasos más largos y obvio por completo ese pedazo casi soberano de esta oficina
oscura. Ya no la busco. Le dejé lo que quiso. Y ya me he ido a otro lugar.
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