Saturday, January 26, 2013

Fuga






No entiendo por qué sufro de esta forma cada vez que muere un escritor.
Cuando Saramago, leí que lo cremaban y, al otro lado de la computadora, sentí todo el destierro del mundo,  como si estuviera en el último lugar del planeta, lo más lejos posible de Portugal y Lanzarote y del autor ateo y tierno que radicalizó tantas ideas.
“Ya nunca podré ir a su tumba”, lloriqueé trágica. “Detenerme a leer los mensajes que pone la gente, a ver las banderas y las flores y las ofrendas más extrañas y alimentar mi vena melodramática, toda mi solemnidad, recordando tanta locura que dejó a este mundo”. 
Lo de Cortázar fue muy extraño. Yo tendría siete años y vi en la tele un carro negro muy grande con cristales oscuros. En la parte posterior, una cabecita calva con unos pocos pelos blancos. Aunque nunca lo vi de frente, me lo imaginé con unos espejuelos muy grandes y una risa alborotosa y tierna. Oí a mi mamá decir: “Lo mató la derecha”. Entonces no hice preguntas. Ya yo sabía perfectamente lo que significaba aquello. Me fui a mi cuarto y lloré desconsoladamente el asesinato de Cortázar, a quien yo tal vez no había leído aún pero quien yo sabía era un escritor muy bueno. Y revolucionario.
Sufrí demasiado. Todavía, si recuerdo aquel día, vuelvo a llorar un poco, como si Cortázar volviera a morirse. Todo esto para, hace poquísimos años atrás, enterarme de que Cortázar murió de leucemia, que nadie nunca lo asesinó. Quién sabe cómo armé esa muerte trágica para aquel escritor taciturno
Ayer fue Carlos Fuentes, uno de los primeros escritores que leemos de adolescentes en la escuela y a quien muchos seguimos leyendo. Es difícil equiparar la conmoción que provocan esos primeros escritores. Los rastros de esos libros son imposibles de remover. Por eso me sorprendí de nuevo sufriéndome su muerte como la de Cortázar, como la de alguien por quien yo sentía tanto sin saber exactamente por qué.
Y sin embargo, si por una muerte no debe una sufrir es por la de un escritor. Porque se mueren pero no tanto. Es lo que tienen las palabras: retribuyen la angustia, el dolor y la locura del oficio con esa pequeña fuga.






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