No
entiendo por qué sufro de esta forma cada vez que muere un escritor.
Cuando
Saramago, leí que lo cremaban y, al
otro lado de la computadora, sentí todo el destierro del mundo, como si estuviera en el último lugar del planeta,
lo más lejos posible de Portugal y Lanzarote y del autor ateo y tierno que radicalizó
tantas ideas.
“Ya nunca podré ir a su tumba”, lloriqueé
trágica. “Detenerme a leer los mensajes que pone la gente, a ver las banderas y
las flores y las ofrendas más extrañas y alimentar mi vena melodramática, toda
mi solemnidad, recordando tanta locura que dejó a este mundo”.
Lo de Cortázar fue muy extraño. Yo tendría
siete años y vi en la tele un carro negro muy grande con cristales oscuros. En
la parte posterior, una cabecita calva con unos pocos pelos blancos. Aunque nunca
lo vi de frente, me lo imaginé con unos espejuelos muy grandes y una risa
alborotosa y tierna. Oí a mi mamá decir: “Lo mató la derecha”. Entonces no hice
preguntas. Ya yo sabía perfectamente lo que significaba aquello. Me fui a mi
cuarto y lloré desconsoladamente el asesinato de Cortázar, a quien yo tal vez
no había leído aún pero quien yo sabía era un escritor muy bueno. Y revolucionario.
Sufrí demasiado. Todavía, si recuerdo aquel
día, vuelvo a llorar un poco, como si Cortázar volviera a morirse. Todo esto
para, hace poquísimos años atrás, enterarme de que Cortázar murió de leucemia, que nadie nunca lo asesinó. Quién sabe cómo armé esa muerte trágica para
aquel escritor taciturno
Ayer
fue Carlos Fuentes, uno de los primeros escritores que leemos de adolescentes
en la escuela y a quien muchos seguimos leyendo. Es difícil equiparar la conmoción
que provocan esos primeros escritores. Los rastros de esos libros son imposibles
de remover. Por eso me sorprendí de nuevo sufriéndome su muerte como la de
Cortázar, como la de alguien por quien yo sentía tanto sin saber exactamente por
qué.
Y sin
embargo, si por una muerte no debe una sufrir es por la de un escritor. Porque se
mueren pero no tanto. Es lo que tienen las palabras: retribuyen la angustia, el dolor
y la locura del oficio con esa pequeña fuga.
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