Un huevo. Nada más orgánico o fundamental. La vida comienza en uno. Vida sin huevo no es vida.
Así que voy al supermercado de siempre buscando esa cosa tan simple: huevos del País.
No los veo. “Tenemos americanos”, me dice un empleado sin pudor alguno. Mi mirada no deja lugar a dudas. “Creo que los del País están muy caros”, dice como si eso lo arreglara. Este muchacho saca lo peor de mí. Sólo le falta asegurar que son “órdenes de arriba”.
-¿Caro, un huevo?- me pregunto en una especie de soliloquio. Pero es que dígame usted, lector, ¿cuán caro puede ser un huevo del País? Dígame si no es cierto que, como consumidora, tengo derecho a escoger. ¿Y si yo quiero pagarlo caro, qué pasa? ¿No puede el supermercado comprarlo caro para que yo lo compre más caro?
El orgullo de un nacionalista es inquebrantable, y sólo por eso ejecuto mi acto de abandonar la canasta y salir con las manos vacías. Camino de una cierta forma, con una actitud, que yo sé que llama la atención. Porque no quiero formar un pleito (por cualquier cosita dan a una por loca) pero quiero que el Gerente se entere de que no pienso comprar un solo huevo gringo. Por eso salgo así, casi segura de que el Gerente va a venir, vamos a discutir este asunto de tú a tú y yo sé que, al final, él se va a disculpar y me va a asegurar que mañana habrán huevos del País.
Llego a mi guagua. He desplegado mi mejor acto de indignación, y -para qué negarlo- a nadie le ha importado un huevo. No veo al Gerente corriendo donde mí y, aunque me duela, tendré que reconciliarme con la idea de que tampoco está llamando a los avicultores de Cidra para renegociar con ellos.
Mi acto, breve y veloz, sólo produjo un cambio súbito de menú que mi familia -ajena a mi gran épica- ni siquiera percibe.
De noche, bajo las sábanas, pienso qué se puede decir de un país que, sobrándole gallinas, no les vende huevos a sus ciudadanos. De veras que me saca.
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